Marcel
Proust, en una tarde gris…
Hace un año que se cumplieron 100 años desde que
el primer tomo de “Du côté de chez Swann” -comienzo de “Á la recherche du temps perdu”- estuviera
impreso y listo para su venta.
Edición
a cargo de su autor (que gastó- en cifras de hoy- el equivalente a unos 9.000
euros de su bolsillo) luego del acuerdo con Bernard Grasset (editor) dado que no consiguió que ninguna de las muchas editoriales
a las que acudió con el manuscrito se
interesaran por esta novela.
Con los tomos siguientes llegaría a más de 3000
páginas sumadas.
Luego de este comienzo, las editoriales se dieron cuenta del error de juicio ante una obra que se convertiría, con el paso de los años, en fundamental para la literatura
universal.
Para
mucha gente fue la que marcó el verdadero comienzo del siglo XX.
Era el 14 de
Noviembre de 1913.
Descubrí a Marcel Proust tardíamente en mi vida.
Creo igualmente, que llegó en el momento adecuado. Hace ya unos años cuando comencé a asomarme a
la “Recherche…” descubrí asombrado lo que seguramente miles o millones habían
descubierto antes, que el mundo fascinante que nos propone hasta en sus más
mínimos detalles puede seducirnos- o agobiarnos- pero siempre como una experiencia de vida que
ya nunca podremos quitar de nosotros.
Proust, y el cine. Visconti y Greta Garbo
Curiosamente, el personaje de Proust y su obra han sido
llevados en contadísimas ocasiones al cine.
Haciendo una lista rápida encontramos: “Celeste”
(1981) de Percy Adlon- naturalmente sobre Celeste Albaret la legendaria
empleada/ cuidadora/ imprescindible de Marcel- que no fue estrenada
comercialmente en Montevideo ( si la encuentran en la Web NO perderla, es un
gran film!) ; “El amor de Swan” (1983) de Volker Schlondorff que sí se
estrenó; “El tiempo recobrado” (1999) de Raoul Ruiz que también se
estrenó – y por cierto la que mejor retrata el mundo proustiano si uno leyó
antes al autor- ; y “La cautiva” (2000) de Chantal
Akerman sobre “La prisionera” trasladada al tiempo presente, que tampoco se vio por nuestras salas.
Muy poco para semejante autor y personaje.
Son parte de la leyenda los proyectos que quedaron en el
camino. Tal vez el más esperado por años y años fue el de Luchino Visconti (que
había leído la adaptación de René Clement) y que el maestro italiano pensaba
centrar en “Sodoma y Gomorra”.
Incluso se llegó a
mencionar allí el regreso al cine de Greta Garbo como la duquesa de Guermantes. No pudo ser. Garbo siguió recluida, pese a testimonios que dicen que estaba encantada con la idea..
Se habló entonces
de otro posible elenco que manejaba Visconti: Alain Delon (Marcel), Silvana Mangano
(duquesa de Guermantes), Marlon Brando o Laurence Olivier (Charlus), Annie
Girardot o Delphine Seyrig (madame Verdurin), Charlotte Rampling (Albertine) y
hasta Brigitte Bardot (Odette). Era
Julio de 1971 y coincidiría con el centenario del nacimiento de Proust.
Nunca se hizo.
Pero hay más, Joseph Losey trabajó bastante en un
proyecto que llegó a anunciarse en 1975 con otro elenco grandioso que incluía
también a Silvana Mangano como la duquesa de Guermantes, y a Dirk Bogarde
(Swan), Helmut Berger (Morel), María Callas (reina de Nápoles) y Jeanne Moreau
como madame Verdurin . Tampoco se filmó.
La traslación al cine de la “Recherche…” es una tarea
titánica que necesita de verdaderos talentos, de allí la valentía del chileno
Raúl Ruiz (autobautizado Raoul) con su película de 1999 de la que sale más que
airoso. Pero Raoul murió en 2011 y todos sus proyectos proustianos (que los
tenía) obviamente, quedaron truncos.
Las biografías
Me he dedicado también en estos años a leer cuanta
biografía sobre Proust ha caído en mis
manos.
Comencé con la de George Painter, que pese a su fama no me apasionó, seguí con
mi preferida, la de Ghislein de Diesbach
que a muchos horrorizó, continué con la breve e interesante de Edmund
White y por último llegué a la de André
Maurois que denota el paso del tiempo.
Me queda en el debe la que es considerada como la mejor
escrita hasta el momento- la de Jean Yves Tadié- que nunca encontré.
Cada vez me apasiona más la persona Proust.
Con sus luces y- sobre todo- sus sombras.
Y desde hace tiempo me pregunto qué hubiera pasado si en
su época-tan cercana a nosotros en términos históricos- lo hubiesen medicado
con la parafernalia farmacéutica que hoy tenemos. ¿Su obra sería la misma? Sin
duda no.
En 1917, escribió Colette- que no lo quería nada- “Marcel
estaba muy enfermo, pesaba poco más de 45 kilos y rara vez salía de su
habitación tapizada de corcho. Se había convertido en un mártir del arte. Lo vi
durante la Gran Guerra en el Hotel Ritz junto a algunos amigos. No paraba de
hablar, se esforzaba en mostrarse alegre. A causa del frío, y tras disculparse,
se calaba su sombrero de copa inclinado hacia atrás y el flequillo, semejante a
un abanico, le cubría las cejas: Vestía uniforme de gala, pero desarreglado por
el viento. Su cara parecía espolvoreada de ceniza gris, las cuencas oculares y
su boca denotaban que ya había sido reclutado por la muerte…”.
Una tarde en Paris
En diciembre de 2001 visité, en el Museo Carnavalet de Paris,
la exposición Au temps de Marcel
Proust: La collection de Francois-Gérard Seligmann que
recibía a los visitantes con el célebre retrato de Proust pintado por Jacques
Émil Blanche en 1892 y que incluía nada menos que el dormitorio completo del
escritor donado al Museo por Odile Gévaudan,
hija de Celeste Albaret.
Mi compañera, Alejandra Casablanca se había ido al Museo
Picasso a pocas cuadras del Carnavalet, porque quiso que mi experiencia proustiana la
hiciera en soledad.
Una llovizna tenue caía sobre París esa tarde
que muy lentamente se iba haciendo noche.
Había poca gente visitando la exposición por
lo que tuve la posibilidad de estar algún momento solo mirándolo todo. Respirando el aire de aquellas salas donde
había desde manuscritos a cuadros que habían estado en las paredes de Marcel,
alguna ropa, sus plumas con restos de tinta o su propia cama…
En ese momento creo que comprendí realmente
aquello de la magdalena en una taza de té y me sentí irremediablemente feliz en
la nostalgia como pocas veces antes y como nunca después…
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Curiosa foto de Marcel Prout sonriendo , c.1891 en Paris. |
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Proust escuchando con audífonos c.1907 |
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Proust joven c.1906 |
María Elena Walsh publicó en La Nación de Buenos Aires el 4/6/1997 la
siguiente crónica que fue luego integrada por su autora a sus memorias
“Fantasmas en el parque” (2008), libro- inexplicablemente- NO editado en Montevideo.
Por su valor testimonial y los personajes en ella involucrados, es un honor
poder compartirla en su totalidad.
La guardiana de Proust
En esta deliciosa y divertida crónica de una visita al
museo Ravel en Montfort l`Amaury, se evoca a una figura legendaria en el mundo
literario, la de Céleste Albaret, famosa ama de llaves del autor de En busca
del tiempo perdido y cuidadora, años más tarde, en la casita del compositor de
Bolero.
En París, hace ¿cuántos años? Los
recuerdos animan un museo fantasmal, las fechas se desvalorizan. Sólo queda la
sonrisa pendiente cuando el gato de Chesire se esfumó, un cambiante decorado
onírico. Por eso nos hechiza la reconstrucción, la imaginación tan tramposa
como verosímil de Marcel Proust. Y le agradecemos que no nos abrume con la
fórmula: "Corría el año de l9...."
A propósito de una carta publicada en el
Correo de Lectores de este diario, que suscitó una avalancha de respuestas,
supimos que había entre nosotros muchos adherentes a Proust, que no figuran en
ninguna estadística. Ese descubrimiento estimula a contar para este auditorio
(o "lectorio") dominical uno de esos recuerdos que la abuela suponía
que no interesaban a nadie.
Como les decía, una vez, en París, con
mis amigos María H. y Pepe F., decidimos emprender una excursión a Montfort
l`Amaury, para visitar la casa de Maurice Ravel. La cuidadora era una tal
Céleste, personaje real y literario de Marcel Proust.
Confieso sin vergüenza que Proust nos
importaba poco. Leído en la adolescencia, sólo llegamos a curiosear Por el
Camino de Swann en la muy castiza versión de Pedro Salinas, y tanta minucia nos
había agobiado. Sin duda es lectura para la madurez, y algunos adquirimos tarde
la adicción de internarnos periódicamente en esa crónica del Tiempo Perdido.
Aquel día iríamos tras las huellas del
venerado Ravel, tras los ecos de su música frecuentada con fervor en unos
famosos conciertos matinales en el Teatro Colón. Y en humildes
"wincos" adquiridos con sacrificio, como fuimos adquiriendo más tarde
el conocimiento de la lengua francesa.
El día señalado, muy temprano, sonó el
teléfono en el hotelito de Saint Germain. ¿Quién podía ser sino el ubicuo Angel
R.? Era inútil rastrearlo por el mundo, las cartas lo desencontraban, pero cada
vez que uno llegaba a alguna ciudad del planeta, el pensador uruguayo aparecía
por arte de magia.
Angel Rama, sí, el crítico literario de
izquierda, profesor en cuanta Universidad existiera, animador de congresos y
tertulias, inolvidable roedor de escrituras y cultivador de amistades.
Esta es la modesta reseña de ese día,
según la preserva mi desvaída "memoria involuntaria": se desvaneció
el gato y sólo queda su sonrisa.
-Angel ¿querés ir a Montfort l`Amaury?
-¡Ta, vamos!
En el tren, Angel acomodó sobre el
respaldo del asiento delantero sus descomunales zapatones, hechos a escalar
casas sin ascensor y cuestas de bohemia parisiense. Atrás de esas suelas, la
mirada loca, la sonrisa enorme y los rulos rubiones que emergían de las solapas
levantadas.
La charla nos hizo olvidar por una hora
el motivo del viaje. Entre carcajadas más jóvenes que nosotros, llegamos a uno
de esos tristes pueblos franceses de pura piedra, entonces ajenos a la
industria del turismo cholulo. En la estación, una flecha indicaba un kilómetro
de marcha, bajo la llovizna, por un sendero ¿de espinos? Fue entonces cuando
Angel pronunció su célebre pregunta: -Pero ¿dónde vamos a almorzar?
-En cualquier parte, más tarde. No
sabemos.
-¿Cómo que no saben? ¿No me invitaron a
"morfar a Lamorisse"?
Aclaramos el malentendido telefónico,
que nos dio la oportunidad de tratar al profesor Rama de bruto, materialista y
hortera, según el tono festivo del grupo. Empapándonos alegremente, Pepe le
informó que conoceríamos la casa de Ravel, y a su cuidadora Céleste...
_ ¿Qué Céleste?- preguntó Angel,
desorbitado.
Pepe F. pronunció Al-ba-ret y aclaró que
debíamos ser discretos, porque sabía de buena fuente que Mme. Céleste no
toleraba que le hicieran preguntas sobre Proust.
Llamamos a la puerta del chalecito, y
nos abrió una severa dama de lentes, con un vestido azul generosamente escotado
sobre una piel de blancura extraterrestre. Era la imagen de la dignidad, de
mirada sagaz, un cutis de extraña transparencia, la sonrisa hasta ahí nomás.
-¡Zas! Esta parece Arletty preparándose
para Fedra- murmuró María H., atenta, profesional y humanamente, a las sagradas
formas de la representación.
Apenas traspuesto el umbral y
pronunciados los saludos, la dama nos estaba contando, en un francés exquisito,
algunas peculiaridades del Sr. Proust.
-El me aceptó porque yo de entrada lo
traté en tercera persona, y así lo hice toda la vida. No soportaba la
incorrección en el lenguaje ni la excesiva familiaridad en el trato.
Tardamos bastante en encontrar una pausa
que permitiera a María H. preguntar, con aires de marquesa: -¿Podríamos ver el
piano del señor Ravel, Madame?
Céleste disimuló un gesto de resignación
y nos escoltó a la salita de trabajo, con el piano de media cola y algunas
partituras. Era todo austero y en pequeña escala. La ventana daba a un jardín
pobretón que la dama señaló con estas palabras: -Al señor Ravel le gustaba el
campo...
-¿A este potrero le llaman campo los
franceses?- murmuró Rama, con el desdén de un Verdurin gauchesco.
Céleste, con ademanes de oficiante, nos
guió al comedor, describió las sillas talladas por Ravel con motivos inspirados
en las ánforas griegas. Después al dormitorio, con la camita exigua, sus fotos,
figurines y libros. Las visitas estaban conmovidas por el modesto santuario
silencioso, el fantasma de su habitante y la solemne guía.
Sólo Angel se atrevía a escrutar a Céleste.
Ella, que no tenía la menor gana de referirse a Ravel, quizás porque Proust
(según creo) no menciona su música, o porque a ella le parecía un asteroide,
respondió a esa curiosidad volviendo a evocar a Monsieur Marcel, sus gustos,
sus manías, su encanto, su estatura imponente, (Ravel era petiso), su
distinción, sus enfermedades, su exquisitez, sus bromas.
-¡Pues naturalmente, el señor Proust
amaba la música!- se indignó ante la pregunta. -Tanto, que algunas noches,
después de un concierto, invitaba a los músicos a tocar en su casa, para él
solo. Parecía caer en trance ¿entienden?
Cuenta un músico que una vez Proust
invitó al conjunto Gastón Poulet a interpretar en su casa el Cuarteto en Re
Mayor de César Franck... inmediatamente después de haberlo escuchado en un
concierto. Los ejecutantes se acomodaron como pudieron en el salón mal
iluminado, que apestaba a pebeteros y sahumerios, y lo tocaron. El señor pidió
bis... del cuarteto entero. Los músicos, rendidos y casi al amanecer, aceptaron
una colación que ofrecía su servidora. Céleste, según el violista Massis, era
una bella muchacha rubia, alta, vestida de negro, con cuello y puños de
abundante puntilla blanca, verdadera aparición del tiempo de Carlos IX.
En la época de nuestra irrupción en
Montfort l`Amaury, la mítica dama estaba guardada, y sin duda era fuerte su
necesidad de relatar el tema obsesivo. Más tarde, en 1973, publicó un libro,
(Monsieur Proust, recuerdos recogidos por George Belmont), y la televisión la
descubrió como reliquia viviente.
No éramos gente de andar con grabadores
ni cámaras, no fuimos ladrones fetichistas. Por otra parte, salvo Angel,
ignorábamos la importancia de la ex ama de llaves. Y su largo monólogo y su
imagen se suspendieron, como si hubiera sido uno más entre los tantos seres
anteriores a la reproducción mecánica.
Después, al reencontrarla en las
descripciones de Proust, pensamos que el tiempo había perdonado la extraña
belleza de la servidora, ángel de su guarda y de su muerte: "El agua
corría tras la transparencia opalina de su piel azulada. Sonreía al sol y se
tornaba todavía más azul. En esos momentos era verdaderamente Céleste".
(Sodoma y Gomorra).
Su condición de iletrada no le impidió
dialogar con él, al contrario, le resultó una fuente enriquecedora por su parla
extravagante y, por qué no, por su capacidad de adular al genio con una
retórica barroca. Usaba el nombre ¡Moliere! (¿payaso?) sin saber de quién se
trataba sino como un epíteto para desalentar lo que le parecía exagerada
modestia de su amo.
La persona de servicio se convirtió en
actriz principal de la comedia proustiana, fue una sombra permanente y vivaz,
accedió con sobrado mérito a la condición de personaje inmortal de la
literatura.
A punto de despedirnos, hubo un secreteo
entre los visitantes: ¿Le damos propina? ¿Se ofenderá? ¿Cuánto le damos?
Ofenderse, no creo... Mejor le damos. ¿Y quién se ocupa? A mí me da calor...
Reunimos discretamente los billetes,
mientras Céleste se distraía en la contemplación de un bibelot. El designado
por mayoría para entregar el óbolo fue Pepe:-Pero ¿y cómo le digo? -No sé,
pensá.- No se me ocurre. -Vamos, coraje.
Entonces Pepe, después de hacer un
ademán tan amplio hacia la ventana, que abarcaba jardines, campos, elíseos y de
los otros, montes y serranías, tiempos perdidos y recobrados, posó los francos
dobladitos en la palma de Céleste, diciendo, en lo que resultó en francés un
perfecto verso alejandrino:
-Acepte usted, señora, para los
pajaritos...
Por María Elena Walsh © La Nación ( Buenos Aires, Argentina)