EL SÓTANO DORADO, una historia real
Pese
a ser muy “cinematográfico” en sus relatos, Manuel Mujica Láinez no ha sido
llevado –casi- al cine.
Es
que, salvo en “De la misteriosa Buenos Aires” (1981), película de tres
episodios dirigidos por Alberto Fischerman, Ricardo Wullicher y Oscar Barney
Finn, ese gran contador de relatos que fue “Manucho” no fue adaptado a la
pantalla pese a que llegó a ser considerado seriamente hasta por Luchino
Visconti.
En
“El
salón dorado” - originalmente publicado en 1950 como uno de los relatos de “Misteriosa
Buenos Aires”- la historia se centra en una mujer que fue enormemente rica
y sigue creyéndolo al no salir de su
cuarto, donde todo se mantiene igual pese a que el resto de la casa ya está en
ruinas o ha tenido otros destinos…
Una
dirección impecable de Barney Finn para un elenco de primer orden con Eva
Franco, Julia Von Grolman y Graciela Dufau logró acercar al gran público ese
mundo decadentemente atractivo.
El
recuerdo viene al caso porque hace unos pocos años estuve inmerso en una historia real con muchos puntos de contacto.
Por
razones laborales he viajado con mucha frecuencia a Buenos Aires en los últimos
años.
Un
trabajo de investigación sobre “Evita” me llevaron a entrevistar a varios
coleccionistas, testigos directos o memorialistas a quienes de otra forma jamás
hubiera conocido.
Era
una de esas tardes soleadas y frías del invierno porteño.
La
dirección la había conseguido a través de un contacto en la Biblioteca Nacional
argentina quien incluso me había agendado el encuentro.
Se
trataba de conocer a una señora de más de 80 años que había sido clienta del
legendario peluquero Julio Alcaráz, el inventor del célebre peinado que
inmortalizara Evita. Lo había seguido
tratando cercanamente por muchos años pese a la oposición de sus amistades.
Cuando
llegué al lugar me encontré con un “petit palais” de hermoso aspecto, con una
reja muy trabajada al frente de un jardín bastante cuidado.
Por
la zona, (cerca de Plaza San Martín) había visto otras construcciones similares
pero esta tenía un aire señorial que le había ganado al tiempo.
No
sabía a donde tocar timbre porque no lo encontraba en ningún lado de la
reja, hasta que a una distancia absurda
del suelo- no mayor a los 20 centímetros de las baldosas- vi un botón de
plástico blanco.
Lo
presioné sin muchas esperanzas de que fuera esa la manera de conseguir que la
gente de la casa supiera que estaba allí, cuando, de uno de los costados de la
escalinata de entrada salió, de una puertita de no más de 1 metro y medio de alto,
una mucama mayor de uniforme oscuro con cuello y puños blancos…
Me
dijo “la señora lo espera” y me hizo pasar. Pero no por la puerta de entrada
sino por la puertita por la que ella había salido. Como ya tenía noticias de la
“señora” y presumía conocer sus modales, ni siquiera me extrañó o molestó que
me hiciera ingresar por lo que creí era la puerta de servicio.
Me
equivoqué.
El
sol de exterior me impidió ver al comienzo en su totalidad el enorme ambiente
en que me encontré bajando unos escalones.
Un sótano atiborrado de muebles, cuadros, alfombras y hasta esculturas dispuestos con cierto buen gusto novecentista lo ocupaba todo.
Un sótano atiborrado de muebles, cuadros, alfombras y hasta esculturas dispuestos con cierto buen gusto novecentista lo ocupaba todo.
En
una bergère de pana que alguna vez había sido color obispo estaba la dueña de
casa, quien con gentileza me extendió la mano.
Luego de unos breves momentos de presentaciones y explicaciones de por qué quería entrevistarla me invitó a sentarme frente a ella.
Luego de unos breves momentos de presentaciones y explicaciones de por qué quería entrevistarla me invitó a sentarme frente a ella.
A
poco de estar así me dijo,
“Mire,
hace ya unos años que nos mudamos al sótano. La casa es enorme como podrá ver y
tuvimos que hacer unos arreglos, por lo que pedí a mis mucamas que mudáramos
todo acá…me gustó tanto el lugar que decidí no moverme más” luego de lo cual,
en ese tono impertinente que debieron haber tenido las aristócratas que se
enfrentaron a Eva dijo “Olguita, lleve al señor a ver la casa”. Allá fui
entonces con “Olguita” a recorrer una
mansión increíble y absolutamente vacía. Ni un mueble, ni un adorno, ni un
resto de que eso había estado ocupado alguna vez.
La
mucama se limitó a mostrarme cada lugar como quien muestra automáticamente un
museo vacío, para volver luego al sótano donde la señora aguardaba
mi reacción.
Como
en un relato de Mujica Láinez, aquella mujer se había armado su propio “salón
dorado” en el sótano.
Arriba,
una casa fantasma- impecablemente limpia y vacía- esperaba que alguna vez
alguien la volviera a ocupar o la tiraran abajo irremediablemente.
La
charla fue encantadora.
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El Salón dorado del Palacio Ayerza (hoy Legislatura porteña) Buenos Aires, 1931 |