viernes, 20 de junio de 2014

EL SÓTANO DORADO, una historia real


Pese a ser muy “cinematográfico” en sus relatos, Manuel Mujica Láinez no ha sido llevado –casi- al cine.

Es que, salvo en “De la misteriosa Buenos Aires” (1981), película de tres episodios dirigidos por Alberto Fischerman, Ricardo Wullicher y Oscar Barney Finn, ese gran contador de relatos que fue “Manucho” no fue adaptado a la pantalla pese a que llegó a ser considerado seriamente hasta por Luchino Visconti.

En “El salón dorado” - originalmente publicado en 1950 como uno de los relatos  de “Misteriosa Buenos Aires”- la historia se centra en una mujer que fue enormemente rica y  sigue creyéndolo al no salir de su cuarto, donde todo se mantiene igual pese a que el resto de la casa ya está en ruinas o ha tenido otros destinos…
Una dirección impecable de Barney Finn para un elenco de primer orden con Eva Franco, Julia Von Grolman y Graciela Dufau logró acercar al gran público ese mundo decadentemente atractivo.

El recuerdo viene al caso porque hace unos pocos años estuve inmerso en una historia  real con muchos puntos de contacto.
Por razones laborales he viajado con mucha frecuencia a Buenos Aires en los últimos  años.
Un trabajo de investigación sobre “Evita” me llevaron a entrevistar a varios coleccionistas, testigos directos o memorialistas a quienes de otra forma jamás hubiera conocido.

Era una de esas tardes soleadas y frías del invierno porteño.

La dirección la había conseguido a través de un contacto en la Biblioteca Nacional argentina quien incluso me había agendado el encuentro.

Se trataba de conocer a una señora de más de 80 años que había sido clienta del legendario peluquero Julio Alcaráz, el inventor del célebre peinado que inmortalizara  Evita. Lo había seguido tratando cercanamente por muchos años pese a la oposición de sus amistades.

Cuando llegué al lugar me encontré con un “petit palais” de hermoso aspecto, con una reja muy trabajada al frente de un jardín bastante cuidado.

Por la zona, (cerca de Plaza San Martín) había visto otras construcciones similares pero esta tenía un aire señorial que le había ganado al tiempo.

No sabía a donde tocar timbre porque no lo encontraba en ningún lado de la reja,  hasta que a una distancia absurda del suelo- no mayor a los 20 centímetros de las baldosas- vi un botón de plástico blanco.

Lo presioné sin muchas esperanzas de que fuera esa la manera de conseguir que la gente de la casa supiera que estaba allí,  cuando, de uno de los costados de la escalinata de entrada salió, de una puertita de no más de 1 metro y medio de alto, una mucama mayor de uniforme oscuro con cuello y puños blancos…

Me dijo “la señora lo espera” y me hizo pasar. Pero no por la puerta de entrada sino por la puertita por la que ella había salido. Como ya tenía noticias de la “señora” y presumía conocer sus modales, ni siquiera me extrañó o molestó que me hiciera ingresar por lo que creí era la puerta de servicio.

Me equivoqué.

El sol de exterior me impidió ver al comienzo en su totalidad el enorme ambiente en que me encontré bajando unos escalones. 
Un sótano atiborrado de muebles, cuadros, alfombras y hasta esculturas dispuestos con cierto buen gusto novecentista  lo ocupaba todo.

En una bergère de pana que alguna vez había sido color obispo estaba la dueña de casa, quien con gentileza me extendió la mano. 
Luego de unos breves momentos de presentaciones y explicaciones de por qué quería entrevistarla me invitó a sentarme frente a ella.
A poco de estar así me dijo,
“Mire, hace ya unos años que nos mudamos al sótano. La casa es enorme como podrá ver y tuvimos que hacer unos arreglos, por lo que pedí a mis mucamas que mudáramos todo acá…me gustó tanto el lugar que decidí no moverme más” luego de lo cual, en ese tono impertinente que debieron haber tenido las aristócratas que se enfrentaron a Eva dijo “Olguita, lleve al señor a ver la casa”. Allá fui entonces con “Olguita”  a recorrer una mansión increíble y absolutamente vacía. Ni un mueble, ni un adorno, ni un resto de que eso había estado ocupado alguna vez.

La mucama se limitó a mostrarme cada lugar como quien muestra automáticamente un museo vacío, para volver luego al sótano donde la señora aguardaba mi reacción.

Como en un relato de Mujica Láinez, aquella mujer se había armado su propio “salón dorado” en el sótano.

Arriba, una casa fantasma- impecablemente limpia y vacía- esperaba que alguna vez alguien la volviera a ocupar o la tiraran abajo irremediablemente.
La charla fue encantadora.

Copyright © EM

El Salón dorado del Palacio Ayerza (hoy Legislatura porteña) Buenos Aires, 1931