Margherita Sarfatti: la
conexión montevideana
La primera persona que me
la mencionó fue la profesora María Emilia Pérez Santarcieri luego del estreno
montevideano de “Abajo el telón” (1999), una multiestelar película de Tim
Robbins en la que Susan Sarandon personificó a Margherita Sarfatti.
Por esas misteriosas
razones del destino me encontré en el aeropuerto de Ezeiza hace un par de años
con “El amor judío de Mussolini: Margherita Sarfatti, del fascismo al exilio”,
un libro escrito por el argentino Daniel Gutman que no tuvo distribución local.
Cultísima, de modales
aristocráticos y algo teatrales, esta mujer fue, desde el comienzo, una
defensora feroz del fascismo fundacional.
Para Benito Mussolini actuó
como marchand d´art del mayor nivel al ofrecer (y vender) obras —sacadas
impunemente de museos y colecciones— de los maestros europeos desde el
Renacimiento a lo que quisiera el comprador. Negoció con museos y
coleccionistas de medio mundo —especialmente norteamericanos— en momentos en
que la economía italiana necesitaba dinero para su industria bélica.
Conoció y trató a la
mayoría de la intelectualidad occidental de las décadas de 1920, 30 y 40. Fue
recibida en la Casa Blanca por Franklin y Eleanor Roosevelt y cultivó por años
la amistad de académicos norteamericanos del mayor nivel.
Margherita Grassini nació
en una familia judía y muy rica de Venecia, en 1880. A los 18 años se casó con
el abogado de Padua Cesare Sarfatti, también judío y rico, y mucho mayor que
ella, de quien enviudó poco después de la Primera Guerra Mundial.
Vivieron en
Milán desde 1902 y en esa ciudad, Margherita cultivó varios amores aún estando
casada.
Conoció a Mussolini cuando trabajaba para “Il Popolo D”Italia”
(dirigido por él), durante una reunión del diario, el 25 de marzo de 1912 en la
Plaza San Sepolcro de Milán.
Se cuenta que, por casualidad, Margherita
quedó al lado de él y fue un “flechazo a primera vista”.
Cierto o no lo del
encuentro, esta mujer influyó fuertemente en un hombre que no destacó
especialmente por su sensibilidad artística. Incluso hoy, varios historiadores
afirman que si Italia en esos años marcó presencia mundial en el arte fue por
obra directa de Margherita, quien tuvo carta blanca para sus proyectos.
Aún se recuerda la
exposición sobre el Novecento que la tuvo como curadora y que trajo a
Buenos Aires en 1931 y con la que recorrió medio mundo.
Anteriormente, en
1926, publicó en “La Rivista del Popolo d´Italia” un artículo sobre
la XV Bienal de Venecia y las nuevas corrientes artísticas, que fue destacado
como “fundamental para entender el arte italiano moderno”.
Hay que saber que
esa revista había sido fundada por Mussolini y era dirigida por su hermano
Arnaldo, con supervisión directa del Duce.
Fue 11 años mayor que la
esposa legal de Benito, Rachele, y 32 años mayor que Claretta Petacci, la joven
que acompañó a Mussolini a la muerte (ambos fueron asesinados y colgados)
cuando la guerra expiraba.
La trampa de Edda.
Fue muy poderosa y su
“caída” dio comienzo cuando Edda, la hija de Mussolini (que la odiaba), ya
casada con el conde Ciano, le tendió una trampa para que fuera defenestrada por
el Duce.
Edda detestaba a quien
definió como una “mujer de boquilla interminable y manos con anillos de zafiro
grandes como estampillas de correo”, por lo que pagó a un joven gigoló para que
sedujera a una ya mayor Margherita y la llevara a una casa de pésima fama en
momentos en que “por casualidad” llegó una redada policial y ella no pudo
explicar su presencia.
El conde Ciano relató el
caso al Duce quien, celoso (y furioso), decretó la “muerte civil” de quien
fuera su amante por más de 20 años.
Entonces comenzaban a caer
las primeras víctimas de las leyes de “pureza racial” y Margherita, sabiendo
que sus días como primera dama no oficial estaban terminados, en 1939 decidió
viajar hacia Montevideo, ciudad en la que ya estaban instalados su hijo Amedeo,
su nuera Pierangela y su nieta Magali por razones laborales, debido a que él
era funcionario jerárquico de la sucursal montevideana de un banco
internacional.
Al llegar, negó que
fuese una “exiliada política” y llenó de alabanzas a su antiguo amante,
defendió el fascismo de los comienzos, la “Marcha sobre Roma” y negó que
hubiera tenido que salir de Italia por ser judía pese a que las leyes de
“pureza racial “ ya habían sido decretadas —a instancias de Hitler— por Il
Duce.
Margherita nunca simpatizó
con los alemanes e instó a Mussolini a no aliarse con ellos, pero no fue
escuchada.
Vecina de la Plaza Matriz y
columnista de arte.
El hijo y su familia vivían en una casa en la
calle Luis de la Torre pero Margherita decidió vivir sola en el hotel Nogaró frente a la Plaza Matriz, donde tomó una suite con vista al puerto, es decir, donde hoy funciona el
Ministerio de Transporte y Obras Públicas.
Desde la
ventana de su suite vería, hace exactamente 74 años, la explosión del Graf
Spee.
Fue entrevistada por Marcha
tan pronto se supo que estaba aquí, aceptando la nota a cambio de “no
hablar de política” y declaró: “Me resolví a hacer este viaje pues me interesa
conocer países nuevos y estudiar arte precolombino”.
Al periodista no se le
ocurrió repreguntar “¿arte precolombino en Montevideo?”
Hablaba y escribía
perfectamente alemán, inglés, francés y en Montevideo aprendió español
con una facilidad asombrosa.
La prensa montevideana de
entonces la describió como”un rostro simpático, pero ya marcado por las huellas
del tiempo” y le fue ofrecida una columna semanal en “El Diario” de la noche,
que mantendría varios años. Leyendo varias de ellas, denotan su nivel
intelectual y su interés por estar al tanto de lo que pasaba —a nivel
artístico— en Europa.
Durante unos meses, sus columnas eran traducidas desde el
italiano, pero luego las escribió directamente en español.
Tenía 59 años. Y en esa época
acercarse a los sesenta era muy diferente de lo que es hoy. Era una mujer
mayor.
Cuidó cada palabra que dijo
públicamente porque sabía (y era verdad) que la Embajada de Italia de entonces
—por orden directa del Duce— la vigilaba de cerca y ella tenía familia aún en
Italia, a quienes podía hacer las cosas muy difíciles.
En su primer verano
montevideano, Margherita se mudó al Parque Hotel, desde donde cruzaba cada
mañana a la Playa Ramírez para nadar.
Aquí no se le conocen
amigos, porque además no hubiera sido bien visto en la Montevideo de la época
darse con alguien que defendiera al fascismo, a diferencia de lo que podía
suceder en las altas esferas porteñas.
Dice Daniel Gutman en su
libro: “Desde el mismo momento de su llegada a Montevideo, en septiembre de
1939, Margherita supo que Montevideo no era un buen lugar para ella. Su ritmo
provinciano, su escasa vida cultural y su distancia de los grandes debates
internacionales del arte y la política de la época la deprimieron”.
Fue entonces que decidió instalarse
en Buenos Aires por sugerencia de su amigo, el pintor argentino Emilio
Pettoruti, quien se sintiera “tocado ante las dificultades extremas de una
mujer inteligente”. Allí fue “ayudada” por Victoria Ocampo, Jorge Romero Brest
y otros intelectuales de fuste, y logró cierta inserción (discreta) en el medio
cultural porteño.
Siguió viniendo durante los
veranos a Montevideo y fue asidua de Punta del Este hasta fines de 1946.
Mientras estuvo por el Río
de la Plata sobrevivió con cierto recatado esplendor, vendiendo localmente
decenas de litografías y grabados que trajo en su equipaje: desde Piranesi a
Toulouse-Lautrec, de Durero a Sironi.
Regreso sin gloria pero con
fortuna.
Volvió a Italia en 1947,
donde recuperó varias de sus (muchas) posesiones, entre ellas, una gran Villa
en el Lago di Como, así como dinero y alhajas. Todo era propiedad de su familia
y heredado de su marido. Del Duce no obtuvo dinero (más bien se lo aportó).
En 1948 viajó a París,
donde retiró de una caja de seguridad que allí mantuvo desde antes de la
guerra, mil doscientas setenta y dos cartas que Mussolini le había enviado
entre 1915 y 1935, que vendió a un cirujano norteamericano por varios miles de
dólares.
Siempre quiso ser profesora
en alguna universidad norteamericana y conocimientos tenía para ello.
Pese a
sus muchos ruegos, nunca lo logró.
Las leyes de Estados Unidos fueron muy duras
en esa época con gente que tuvo que ver con el fascismo, el nazismo y el
comunismo (aunque en este último caso, menos).
Fue, tal vez, su única
frustración vital.
Jamás fue juzgada ni
requerida por causa alguna.
Tuvo un enorme poder real
en una época y un contexto histórico en el que ser mujer (fascista y judía,
además) no era nada fácil. Basta recordar la frase que el propio Mussolini dijo
a Victoria Ocampo: “las mujeres, a parir”.
Hay pocas biografías sobre
ella y no se la ha estudiado lo suficiente, todavía.
En 2004 se publicó
“Margherita Sarfatti, L´amante del Duce”, de Karin Wieland, originalmente en
alemán y luego traducido al italiano, el libro mencionado de Daniel Gutman y
varias notas de Marcos Aguinis en su blog. Poco más.
Murió el 30 de octubre de
1961 a los ochenta y un años en compañía de su mucama personal y el resto de
una importante servidumbre, algo que le fue siempre “imprescindible”, en su
castillo del Lago di Como.
En Montevideo ya nadie
recuerda quién fue.
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Para la realización de esta
nota se consultaron, además de los libros mencionados en ella, varias ediciones
de “El Diario” de Montevideo entre 1940 y 1943; “Marcha”, de noviembre de 1939;
los libros “Dux” y “Tiziano, o la fe en la vida”, de Margherita Sarfatti, en
sus primeras ediciones, y la “Rivista del Popolo d´Italia”, de junio de 1926.
Margherita Sarfatti fotografiada en Roma en 1933 / Foto de coleccionista privado (Montevideo). |