viernes, 4 de abril de 2014

De la divisa punzó a las flores chinas.

En los siglos XIX y XX surgen claramente en la historia argentina, dos figuras que acaparan por igual a seguidores ciegos y detractores furiosos: Juan Domingo Perón y Juan Manuel de Rosas.
Por inesperadas razones laborales he pasado gran parte del pasado mes de enero en Buenos Aires en el ambiente de los investigadores históricos lo que me permitió acercar  a varios de los más “intocables” mitos y leyendas de la historia de esa ciudad.

Nacido el 30 de marzo de 1793 en Buenos Aires, Juan Manuel Ortiz de Rozas
(que luego cambiaría su nombre por el que hoy conocemos) llegó a detentar por casi 20 años algo muy parecido al “poder absoluto”.

Llamado “El Restaurador de las Leyes”,  durante su esplendor florecieron sus seguidores y sus enemigos, muchos de estos forzosamente exiliados en Montevideo.

El cine argentino se ocupó – directa o indirectamente-  de la vida de Rosas en películas como “Camila O´Gorman” (1910) con Blanca Podestá como protagonista; “Federación o muerte (1917) con Ignacio Corsini; “Federales y Unitarios” (1928) con Nelo Cósimi; “Manuelita Rosas” (1925) otra vez con Blanca Podestá; “Bajo la santa Federación” ( 1934) dirigida por Daniel Tinayre sobre guión de Héctor P. Blomberg sobre un “romance radial” propio; “Juan Manuel de Rosas” ( 1972) dirigida por Manuel Antín y un elenco multiestelar que incluyó a Rodolfo Bebán, Sergio Renán, Alberto Argibay, Onofre Lovero, Andrés Percivale y Silvia Legrand ( como Mariquita Sánchez de Thompson); “Camila” (1984) con Susú Pecoraro como Camila, Imanol Arias como Ladislao Gutierrez y la aparición de la histórica Mona Maris como “La Perichola” y el documental “Rosas, 200 años” (1993) de Jorge Coscia realizado en oportunidad del bicentenario del nacimiento de Juan Manuel.

Sabemos- aunque la realidad histórica es mucho más compleja- que Rosas es alejado del poder, juzgado y debe huir al exilio, luego de su derrota por parte de Urquiza en la batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852.

Se va a Londres y  termina sus días en “Burgess Farm” (el 22 de abril de 1876) con 84 años de edad,  siendo enterrado en el cementerio de Southampton.
113 años después, el ex presidente Carlos S. Menen firmó el decreto de repatriación de sus restos que deben viajar a Francia primero (no pudieron ir a Londres por los entonces demasiado recientes coletazos de la guerra de Malvinas) adonde son recibidos con honores de jefe de estado.

Al llegar a Buenos Aires la pompa superó todas las previsiones para furia de muchos. Y fue depositado en el panteón de la familia Ortiz de Rosas en la Recoleta en un solar que data de 1845 comprado para la madre de Juan Manuel, Doña Agustina López Osorio. Allí está también Encarnación Ezcurra, esposa de Rosas,  fallecida en 1838, enterrada en el panteón de la familia de Juan Nepomuceno Terrero primero y trasladada a este lugar recién  en 1918.

Hace ya  una década, en noviembre de 2004,  un grupo de actores argentinos (Manuel Callao, Beatriz Spelzini y Miguel Dedovich) hizo la experiencia  de “Recoleta: Historias Ocultas”, donde se  abrió durante 4 noches el famoso cementerio para ser recorrido bajo la luz de la luna y luego escuchar historias referidas a algunos de sus moradores. Allí se incluyó el cuento “El polvo de sus huesos” de María Rosa Lojo, que relata en primera persona lo que sintieron los restos de Rosas desde el momento en que son desenterrados en Southampton hasta su depósito en la Recoleta. Había pedido ser enterrado con sus dientes postizos y su plato de porcelana favorito – ambas piezas retiradas antes de volver a Buenos Aires-.

Siguiendo sus deseos es puesto “en el primer catre a la derecha” (en el de la Izquierda está Encarnación Ezcurra) del panteón familiar.

El féretro está cubierto por la bandera de la Federación y a un costado… un ramo de las flores llamadas “estrella federal” de pura seda sintética de procedencia china.

Muy cerca de allí se encuentra su amiga de la infancia y luego feroz opositora Mariquita Sánchez y a unas dos cuadras está uno de sus más acérrimos detractores, Florencio Varela que fuera asesinado en Montevideo “por un sicario enviado por el feroz Rosas”, ambos deben sonreír con sorna. 
De aquella divisa punzó que se debía llevar como símbolo de apoyo al Restaurador a estas “flores de plastiquito” mucho ha cambiado el mundo.

Vaya uno a saber qué pasa si, como muchos creen, en las noches las almas (si es que existen) se reúnen y conversan por esas recoletas callejuelas,  ya pasados los odios y rencores que parecían ser eternos y  discurren en entretenidas charlas entre todos ellos.

La concurrencia puede ser  por lo menos muy interesante y ecléctica: Evita, Juancito Duarte,  Zully Moreno, Federico Leloir, José Hernández, Miguel Cané,  Victoria y Silvina Ocampo,  Adolfo Bioy Casares, Oliverio Girondo, Blanca Podestá, Armando Bó, Luis César Amadori, Dorrego, el Almirante Brown, Alfredo Palacios, Domingo F. Sarmiento,  Luis Angel Firpo y Martín Karadagián entre muchos otros…

Para los que no creemos en esos encuentros, la conclusión es obvia: todos/as terminaremos igual y si estuviera equivocado y las reuniones existen, deben ser divertidas…
Copyright © EM

Juan Manuel de Rosas, imagen idealizada de autor desconocido c.1940



DEBIDO A QUE NO SE PUEDE ACCEDER FÁCILMENTE AL RELATO DE MARIA ROSA LOJO "EL POLVO DE SUS HUESOS" MENCIONADO EN EL POST, SE TRANSCRIBE EN SU TOTALIDAD.

EL POLVO DE SUS HUESOS
De María Rosa Lojo


Ni el polvo de sus huesos la América tendrá.
 JOSÉ MÁRMOL, A Rosas


Mi cadáver será sepultado en el cementerio católico de
Southampton hasta que en mi Patria se reconozca y
acuerde por el Gobierno la justicia debida a mis servicios.
Entonces será enviado a ella previo permiso de su
Gobierno y colocado en una sepultura moderada, sin lujo
ni aparato alguno, pero sólida, segura y decente, si es que
haya como hacerlo así con mis bienes, sin perjuicio
de mis herederos.
En ella se pondrá a la par del mío, el de mi compañera
Encarnación, el de mi Padre y el de mi Madre.

Testamento del Brigadier General don Juan Manuel
Ortiz de Rozas y López, Burgess Farm, 22 de abril de 1876


Los golpes agreden la pared que separa de los cambios del mundo la caja
sellada. Los ladrillos embestidos por una mano mecánica, y luego por las manos de dos hombres, armadas de mazas, caen y se disgregan y vuelven al polvo de donde salieron, como los cuerpos de los hijos de Adán. Por fin, el hueco se hace lo suficientemente ancho para que salga al sol el féretro de madera carcomida que envuelve un secreto e imperturbable cofre de plomo.
Algunos de los espectadores quisieran gritar de emoción y de alborozo: han viajado desde el otro lado de la Tierra para ver romperse esa pared como se
rompe un hechizo, y que la caja emerja de su encierro.
Pero reprimen su deseo, obligados por la solemnidad de la ocasión y por las caras burocráticas de los funcionarios, que están allí con el solo objeto de labrar las actas y hacer cumplir los reglamentos.
No pueden oír el otro grito que ha salido de un lugar impreciso —menos un grito de alegría que de sorpresa y extrañamiento— ni pueden ver la figura que se endereza, cubierta a medias por jirones de una tela blanca, fina como una mortaja de seda, quebradiza como el velo reseco que el olvido y la pena extienden sobre los objetos abandonados.
El hombre que ya se incorpora por entero bajo la luz mediana del otoño, mira a su alrededor.
Sin duda —certifica— se halla en el cementerio católico de Southampton, vecino de la iglesia que él no solía visitar, pero a la que ayudó, mientras tuvo dinero, con donativos apreciables. Ya que Dios es un caudillo tan poderoso e imprevisible, siempre ha creído que es mejor ser su aliado antes que un tibio contemplador o un adversario.
Sin embargo, el territorio conocido acusa mutaciones desconcertantes aunque no fundamentales: hay más tumbas de las que recuerda, los árboles ha crecido, y el monumento atacado por una máquina de garras monstruosas no encuentra réplica, tampoco, en su memoria.
Pero lo más extravagante de la escena es el público aglomerado frente a la parcial demolición: no reconoce caras y menos aún esos trajes lacios, oscuros y sin ornamento alguno, o esos cuellos de los que cuelgan unas tiras sin gracia que hacen el antiguo papel de las anchas corbatas con vuelta. No son militares ni gauchos, ni siquiera peasants de la campiña, pero tampoco parecen
caballeros.
Por la severidad y desabrimiento de los atuendos piensa que tal vez sean frailes de alguna orden nueva.
Avanza unos pasos, se mezcla con lo que ha de ser la plana mayor de la
cofradía, dispuesto a preguntarles el porqué de su presencia y de tan bizarra
ceremonia.
Antes de pronunciar una palabra advierte, aterrado, la indignidad de sus propias vestiduras: su desnudez mal disfrazada por los despojos de una
especie de sábana que se desintegra un poco más con cada roce del aire. Busca ansiosamente un lugar donde ocultarse hasta que le sea posible subsanar tanta miseria indecorosa, pero pronto comprende que da lo mismo quedarse o huir.
Nadie lo señala, nadie se aparta con repugnancia o asombro para cederle el
paso.
Es más, los cuerpos sordos y ciegos de los otros se dejan traspasar por el
suyo, que se hunde sin sangre a través de los huesos y de los corazones
palpitantes como la empuñadura de un cuchillo de juguete.
Cree comprender la situación: está en el medio de una pesadilla.
Su último recuerdo es una cama, sinapismos, el sopor de la fiebre y la respiración dolorosa de la neumonía.
Cuando logre abrir los ojos nuevamente, encontrará la cara de su hija que se ha convertido en una señora de rodete canoso, aunque le pregunte, como si aún fuese una niña, mientras le toma la mano: “¿Cómo te va,
Tatita?”.
Pero su voluntad, que solía ser infalible, no logra abrir la puerta que conduce al regreso, del otro lado del sueño, donde la tos lo sacude a la madrugada.
Se resigna a la nueva compañía y sigue los pasos de la comitiva, a la zaga del cajón de plomo, limpio ya de las maderas viejas, al que colocan sobre un transporte proporcionado a su tamaño.
Se pregunta quién será ese muerto al que tan intempestivamente han arrancado de su descanso eterno.
En la otra cuadra espera una lustrosa cabina exornada con una cruz de bronce, que podría ser un coche fúnebre si tuviera caballos.
Allí se detienen los hombres y abren las carpetas que llevan en la mano.
Lo atrae, como antaño, el fulgor manso y disponible de los papeles sobre los que se escribe la letra de la ley. Ve, con sorpresa, que no hay tinteros, sino unas plumas metálicas cilíndricas que parecen contener la tinta dentro de sí y que los escribientes manejan con celeridad extraordinaria.
Por encima del hombro del funcionario municipal de Southampton, lee que a los veintidós días del mes de septiembre del año mil novecientos ochenta
y nueve, se procede a hacer entrega de los restos del Brigadier General Juan
Manuel de Rosas al representante de su familia, señor Martín Silva Garretón y
Ortiz de Rozas, acompañado por el señor Manuel de Anchorena, con el
asentimiento oficial del gobierno de la nación argentina, adonde el cuerpo será
llevado conforme a las condiciones establecidas por el gobierno británico.
Firmadas las actas, se hace ingresar el cajón —introducido ahora en un catafalco nuevo— por la puerta trasera de la cabina.
Él se sienta sobre la tapa, agradecido a la oscuridad pudorosa de las ventanas encortinadas, mientras el vehículo, aunque no tiene caballos, comienza a moverse.
Ciento doce años se le han acumulado de golpe en el hueco inexistente de
la garganta.
Llora lágrimas furiosas pero sin consistencia, que se esfuman en el aire no bien comienzan a resbalarle por las mejillas.
No llora por su muerte, tan prevista y esperada que ha redactado varios y minuciosos testamentos disponiendo incluso sobre los bienes que nunca le fueron devueltos. Llora por la desmesura brutal del tiempo que ha hecho falta para que se lo sepulte en tierra argentina.
Ahora vuelve solo, sin Manuelita, que hasta pasados los sesenta años ha sido la Niña.
Sin Máximo, su yerno, que sus celos nunca aceptaron del todo, a pesar, o a causa, de sus innegables y fastidiosas virtudes.
Sin los nietos ingleses y los biznietos o biznietas que acaso existieron, aunque lo duda: ninguno de estos deudos posibles se ha hecho presente en la ceremonia de la exhumación.
Vuelve escoltado por dos desconocidos: uno que desciende de su sangre y otro que desciende de sus amigos y consejeros, los Anchorena, que lo abandonaron en el exilio.
¿Vuelve en verdad, o es el mal sueño que continúa en esta sala donde
depositan el catafalco reluciente para cubrirlo con dos banderas patrias y un
poncho federal que parece ser propiedad del arrepentido vástago Anchorena?
La tormenta inmediata de los hechos no le permite refugiarse rencorosamente,
como lo hizo durante las soledades del destierro, en la “prisión de su
pensamiento” que lo encadenaba, una y otra vez, a las traiciones de los otros y a sus antiguos errores.
La sala se va llenando de gente. Silva Garretón y Anchorena no han venido solos sino con otros familiares y adherentes.
A ellos se suma un grupo de hombres que bajan de cabinas tan raudas como la que lo ha traído, y que dicen ser representantes de los obreros argentinos.
Se pregunta si a esta altura los obreros habrán reemplazado ya a los gauchos y le admira que estos obreros —vestidos tan bien o tan mal como sus propios descendientes— cuenten con recursos para costearse el largo y oneroso cruce del océano, como les admiraba antes a los viajeros ingleses que en las pampas argentinas hasta los mendigos dispusiesen de un caballo.
Oye cruzarse voces anglosajonas y voces rioplatenses.
Se entera de que debido a la guerra reciente entre la Argentina e Inglaterra (¿otra vez un bloqueo?...) no podrán pasar por Londres, y que será menester volar directamente a Francia.
Supone que el verbo “volar” es una metáfora o una exageración retórica, pero al poco tiempo se encuentra en otra cabina de la que salen unas alas rígidas de hierro pintado.
Esas alas planean, por cierto, pero se mueven apenas y sólo para hacer equilibro, no impulsan el vuelo como las alas de los pájaros.
Entiende que la fuerza de la máquina está en el rugido continuo que le sale de las entrañas, como un bullir de calderas atizadas por fogoneros invisibles. Pronto Inglaterra desaparece ante los ojos: verde, irregular, pequeña,
junto con su rancho techado de paja y su granja de Burgess, que él ha sabido
convertir en una pampa en miniatura.
Tras el Mar del Norte ya se divisa la tierra donde los delegados unitarios y los legisladores de la Francia lo atacaron en vano.
No espera una buena acogida.
A lo sumo, la indiferencia de la cortesía.
Supone que después de tantos años él, que fue gobernante chúcaro de una
república primitiva y lejana, no ha de figurar en los anales presentes de la
memoria.
Sin embargo, cuando la máquina toma tierra,  divisa una explanada que se engalana, íntegramente, con insignias nacionales francesas y argentinas a
media asta.
Las argentinas, aunque reconocibles, ya no son las mismas: no lucen
las dos bandas de azul fuerte, ni las iniciales de la Federación bordadas en
punzó, sino el celeste lavado de la divisa unitaria.
Piensa que sus descendientes han tenido al menos la consideración de colocarle una antigua bandera del tiempo federal sobre el catafalco.
Un hombre alto y moreno, muy erguido, aguarda abajo, a la cabeza de un
numeroso cortejo.
Su incomodidad aumenta.
¿Qué concesiones habrá hecho la Argentina antaño cimarrona a la dulce Francia para merecer tanta parafernalia?
Quizá, por uno de esos equívocos del destino, hasta él mismo se haya
convertido en una suerte de héroe exótico para los franceses.
Pero el hombre alto no resulta ser funcionario del país que lo acoge, sino su propio tataranieto, que es el embajador designado en esas tierras.
La sangre de su primogénito Juan Bautista —tan anodino, tan desvaído— ha dado, por lo visto, frutos bien arraigados y acomodados en las pampas, mientras que la gracia decidida y brillante de Manuelita parece haberse echado a perder con el abono mediocre de la campiña inglesa.
Pronto, el brigadier general don Juan Manuel de Rosas descansa de tanta
confusión en el tranquilo depósito de una funeraria en la ciudad de Orly.
Le hace guardia un destacamento del Servicio de Inteligencia de la Argentina.
Primero se siente halagado.
Luego teme que quizá las fuerzas secretas de su país no tengan otra tarea más importante que la de cuidar un cadáver que se deshace.
En la tarde siguiente tendrá ocasión de comprobar hasta qué punto, en efecto, su cuerpo se ha deshecho. Los descendientes quieren trasladar los restos
desde la exagerada caja de plomo a un cajón de tamaño corriente, más apto sin duda para ser transportado en las cabinas con alas, cuya envergadura es menos generosa que la de los barcos.
El mundo —piensa— se ha vuelto más chico y más veloz que un siglo atrás.
Cuando abren la tapa sellada sólo se mantienen en buen estado de
conservación los huesos duros del cráneo y los de los brazos y las piernas.
La mano que reposaba —apenas antes de ayer— entre las manos de su hija
Manuela, se ha desintegrado por completo, lo mismo que los pies, la columna
vertebral, las caderas y buena parte de las costillas.
Después de colocar los restos aún enteros en el ataúd flamante, Silva Garretón recoge el polvillo de los otros huesos que el tiempo se ha encargado de triturar; alrededor de una taza de arena ósea se esparce en la otra caja.
Aparte quedan un crucifijo roto, la dentadura de metal que últimamente usaba para comer y un plato de porcelana.
Se habla de entregar las reliquias a un museo.
Siente asco y rechazo.
Siempre le ha causado una vaga repugnancia la costumbre de guardar
fragmentos de los santos o de sus ropas casi como un amuleto protector contra
la desgracia.
Él —que no es santo— por cierto no podría evitarle a nadie la desdicha, puesto que ni siquiera ha sido capaz de prevenir la suya. Los museos donde se exhiben fósiles humanos o animales no le parecen mejores que la astilla de hueso, el rizo o el pedazo de sayal que los fieles guardan en bolsitas
bordadas.
No hay otra experiencia —piensa como los gauchos— que la sufrida
en cuero propio. Ninguna visión del pasado reducido a objeto ha podido ni
podrá proteger a los hombres de su Historia.
La relativa paz de la funeraria pronto es turbada por homenajes varios que
arrecian sobre él, huecos y ruidosos como balas de salva.
Vuelve la comitiva.
Distribuyen enormes ramos de estrellas federales sobre el ataúd, al que llevan,
así adornado, hasta el aeropuerto.
El cortejo se compone de siete coches y una custodia policial que monta fieras metálicas con ruedas en vez de briosos corceles, a cuyo estruendo propio se agrega el silbido de las sirenas.
Este mundo más estrecho y más rápido necesita aturdirse los oídos y cabalgar sobre un vértigo de hierro —piensa don Juan Manuel— porque ya ha olvidado el sabor lento y dulce de la vida.
Cuando llegan al aeropuerto, los espera, tendida, una alfombra roja. El féretro donde sus huesos siguen pulverizándose se coloca en un catafalco central al que le hacen la venia uniformes franceses y argentinos.
Se pronuncian discursos, se bendice el ataúd asperjándolo con un hisopo —tan repetidamente que parece humedecido por una garúa porteña—.
Por fin dos trompetas tocan a silencio, y otra vez el ataúd es levantado y escoltado hasta la cabina con alas entre dos formaciones militares.
Don Juan Manuel no sabe qué pensar de sus demoradas honras fúnebres.
Él las ha hecho mejores: recuerda las exequias de su mujer, doña Encarnación,
la Heroína del Siglo, con toda una ciudad puesta de luto, y antes aún, las de
Manuel Dorrego y las de Facundo Quiroga, mártires de la Santa Federación. Las ceremonias tenían entonces olores, colores y texturas ahora perdidas: olas de terciopelo negro que rozaban la frente desde los techos altos; un cielo turbio de incienso, maderas preciosas y cera derretida que provocaba los sentidos, más finos y propensos al gozo ante la cercanía lujosa de la muerte ajena. Tenía cascos de caballos que resonaban en la plaza del silencio, anunciando el cortejo.
Sentado en cuclillas sobre su cajón, con la cabeza entre las manos, espía
por la ventanilla el increíble ascenso que lo está llevando a muchas leguas por
sobre el océano.
No vuelve aún a su cama de Burgess Farm, sino a otro recodo peligroso del sueño que le mostrará el espejismo de una patria futura y desconocida.
El vuelo pasa ligero y luminoso como una fiesta. Los descendientes y los simpatizantes, aunque son en su mayor parte hombres maduros, se han vuelto bulliciosos y casi torpes, con alegría de muchachos.
Llenan de vino vasos pequeños, hechos de un material ligero y transparente que no es vidrio ni cartón, y brindan por el retorno.
A los vivas por don Juan Manuel, añaden, de cuando en cuando, dos nombres enigmáticos: Perón y Evita.
Cuando la máquina toca tierra americana, en el mismo Brasil que lo venció con el Ejército Grande de Caseros, los vivas se amontonan, se agolpan, se
hacen indiscernibles.
Una voz se alza por sobre todas las demás para maldecir al mal poeta e inexacto profeta José Mármol.
Don Juan Manuel sonríe.
Acaba de recordar un verso: Ni el polvo de sus
huesos la América tendrá..., escrito hace tantos años por ese muchacho rubio y
lánguido, vanamente enamorado de Manuelita, que se fue a Montevideo sin
que nadie lo echara, y que durante tanto tiempo se empeñó en echarlo a él de la gobernación de Buenos Aires.
Los poetas se equivocan. Don Juan Manuel retorna, polvo y huesos, para reposar en el mismo cementerio del vate contestatario que después de todo le debe su fama, como que él, su gobierno y su familia fueron la fuente inagotable y permanente de su mejor inspiración.
De vuelta en el aire, una mancha clara de agua en el extremo verde de un
mapa sobresalta los ánimos.
Dicen que esa mancha corresponde a las cataratas del Iguazú, en la frontera con el Brasil.
Hay un silencio que dura tanto como todo el viaje, y que concluye como si todas las voces se levantaran en remolino cuando el comandante anuncia que se está sobrevolando tierra argentina.
De aquí en más, las cosas y los paisajes comienzan a dar vuelta en un
abigarrado caleidoscopio.
En la ciudad de Rosario —que antaño sólo tenía el río y la bandera, y ahora ostenta edificios tan altos como catedrales— el ataúd se trasborda a otra máquina: un avión de combate —dicen— que ha peleado contra Gran Bretaña en la guerra de Malvinas.
Don Juan Manuel cavila, perplejo, y atribuye lo que ha oído a la incoherencia propia de los delirios.
De otro modo, ¿cómo hubieran podido ser esos territorios tan apartados y tan poco significativos la causa de una guerra con los ingleses?
Si era lógico pelear por las tierras de adentro, no lo parece tanto enfrentar a la mejor flota del mundo por tierras heladas e inservibles de mar afuera donde no podría prosperar una sola vaca.
El mismo había pensado en cederlas oficialmente a la Corona a cambio de que sus banqueros condonaran la infame e irresponsable deuda externa contraída con el Reino Unido por el unitario Rivadavia.
Los descendientes forcejean discretamente por el orden de prioridad para
bajar el ataúd, orden que termina siendo —azares del traspaso— el inverso al
observado en París.
Los espera un hombre bajo, delgado, morocho, de elaboradas patillas, que mira la caja durante un rato suficientemente largo; luego se besa la mano y con un gesto devoto la apoya sobre el ataúd.
Abraza a los descendientes, uno por uno, y los saluda con la erre mocha y el acento cantado de la gente del Noroeste.
Don Juan Manuel conoce bien ese estilo, teatral, pero a la vez espontáneo;
campechano aunque reservado, y siempre astuto.
Los caudillos no han cambiado tanto en la Argentina.
Le halaga que sea un provinciano el primero que lo recibe.
Su caída —vuelve a decirse por enésima vez— no ha sido obra de la defección interna, sino del Brasil, de los intereses europeos y de los unitarios,
que siempre quisieron ser otros europeos, amalgamados por la locura
transitoria de su lugarteniente Urquiza.
Por un momento, todo vuelve a ser como en los viejos tiempos.
Al lado del ataúd caminan, igual que hace un siglo y medio y con idéntico uniforme, los Dragones de la Independencia y los Blandengues de López —su
contemporáneo, el taimado gobernador santafesino—. Ingresa en la Plaza
Mayor sobre la cureña de un cañón del Ejército.
Si aún tuviera piel, no le habría quedado un solo vello sin erizarse, al oír el giro de cuerpos y el chocar de botas, obedientes a una voz que ordena: “Al señor brigadier general don Juan Manuel de Rosas, ¡vista derecha!”.
Pero la ilusión del retorno, las seguridades de la reiteración, se borran pronto. Aún aquellas cosas que parecen las mismas tienen otro sentido distinto
e inquietante, son apenas máscaras usadas de significados nuevos.
Irá de sorpresa en sorpresa, de misa en misa y de discurso en discurso, empezando por el del caudillo norteño, que ha resultado ser el presidente de la Nación y comprovinciano de Facundo Quiroga. Don Juan Manuel estudia los carteles, las consignas, las banderas institucionales y partidarias que agradecen al jefe de Estado la repatriación de sus restos.
Entiende que él es ahora una pieza más en el juego político de otros.
El pueblo lo acompaña durante todo el trayecto de su viaje.
Lo despide en el Puerto del Rosario junto con los veintiún cañonazos de las honras militares, lo sigue saludando desde las riberas del río; estalla en vítores y aplausos cuando se llega al pasaje de la Vuelta de Obligado, donde sus gauchos le pusieron cadenas a la flota anglo-francesa y embrujaron a los amos del mundo con la astucia y el desaliento, con la voluntad suprema que nace de estar pisando la tierra propia.
En el puerto de Buenos Aires lo aguardan otra vez el presidente, y más
discursos, más tropas a caballo: los Granaderos de San Martín, sus propios
Colorados del Monte, con lanza en ristre y gorro federal, y hasta los Coraceros
de Lavalle, su hermano de leche e implacable opositor; así como están, junto a
sus descendientes, los de sus adversarios Iriarte y Viamonte, los de Paz y los de Urquiza.
Los hermanos enemigos se reconcilian sólo cuando las viejas causas se
gastan y se vacían de sentido, piensa don Juan Manuel. Ya no habrá, entonces, unitarios y federales, o bien, es que unitarios y federales simbolizan ahora otras cosas: los que están del lado de ese otro caudillo exhibido en las banderas, llamado “Juan Perón”, y los que no lo están.
Por eso el presidente —ungido, al parecer, por los peronistas— insiste tanto en exaltar sus pobres huesos que bailan en el ataúd casi vacío, como “prenda de unidad” de los argentinos.
Quizá pronto esos dos bandos, disueltos en los giros feroces de un tiempo que se acelera, tampoco signifiquen cosa alguna, sin que eso favorezca la utópica
unidad de la gente del Plata.
Don Juan Manuel sonríe, amargamente.
En ese aspecto nada ha de haber cambiado, está seguro, bajo los malos vientos de Santa María de los Buenos Aires.
Los argentinos fueron, son y serán una tropa de baguales.
Su unidad es la guerra; su mayor gozo, el desorden. Por eso —recuerda— los hizo pelear contra el extranjero, en vez de fraguar una constitución imposible. “Porque sólo así —ha dicho alguna vez— es como se puede gobernar a este pueblo.”
Pero otras cosas sí las encuentra diferentes.
Ya en la ciudad, afronta un escándalo de raras novedades.
Empezando por sus habitantes, en cuya piel y ojos se han multiplicado asombrosamente los tonos claros. Hasta los gauchos vestidos de fiesta que marchan en el cortejo se han vuelto medio rubios.
No ve, en cambio, ni un solo sucesor de aquellos morenos que iban a la vanguardia de las tropas nacionales y que bailaban en los candombes donde los santos cristianos y los dioses del África se unían para homenajear al Restaurador y a la Niña Manuela.
Tampoco hay representantes de los caciques aliados, que se complacían en exhibir los uniformes de generales de la patria.
Se pregunta si los habrán exterminado a todos.
Si habrán terminado, como él, en otro exilio.
Quizá están diluidos en las caras de tierra que todavía alternan con las caras blancas.
Le desagrada esta Argentina desteñida donde nada parece del todo real, donde la misma escena de la fiesta tiembla y oscila al paso de la cureña como la burbuja del sueño en el que la fiebre —quiere creer— ha de haberlo puesto.
Cuando llegan a la Plaza de la Victoria, que ahora llaman de Mayo, después de atravesar una cordillera de edificios, todo le parece vagamente familiar pero a la vez descolocado y ajeno.
El Cabildo está mutilado y reducido; la Pirámide ha cambiado de
emplazamiento, el Fuerte de Gobierno ha desaparecido bajo una gran casa de estilo pretensioso y tibio color rosado, la Recova Vieja y sus tiendas ya no existen, el pórtico de la Catedral Metropolitana no es el mismo, y la Catedral tampoco.
La inscripción bajo una lámpara siempre encendida anuncia que en ella duerme ahora otro exiliado célebre al que la Argentina ha reclamado mucho antes: el general San Martín. Don Juan Manuel no se atreve a pensar lo que puede haber ocurrido con la Mansión de Palermo, que era el verdadero centro, no sólo de su gobierno sino también de su solaz y reposo.
Agobiado, se deja llevar ciegamente por calles ir reconocibles, que ya no
mira.
Sólo una cosa es igual: el pueblo lo sigue como antes de que lo derribara la
conspiración de Urquiza, inalterable en su fidelidad veleidosa.
La multitud es tanta que el ingreso en el Cementerio del Norte se demora. Todos quisieran entrar, pero lo impiden las autoridades y la familia.
Suenan insultos y vidrios que se rompen.
Don Juan Manuel ha llegado a su morada definitiva: la bóveda familiar,
una sepultura sólida, decente, moderada, sin lujo alguno, como lo previó en su
testamento.
Por un momento se deslumbra y engaña con una constelación de laureles y placas que ornan los muros modestos, en honor de don Juan Manuel
Ortiz de Rozas, gobernador de Buenos Aires.
Pero no son para él.
Comprende que se trata de su nieto, el hijo de Juan Bautista, que paradójicamente, perdonado o aceptado por los triunfadores unitarios, muchos años después se ha lucido en su puesto.
La puerta se abre. Don Juan Manuel ve los ataúdes, ordenados en sus nichos: el Padre, la Madre, la compañera Encarnación.
Todo ha sucedido, pues, conforme a su deseo. Le parece bien que los huesos descansen con los huesos y que el polvo de Adán retorne al polvo.
Pero él, que no es sus huesos, quiere cruzar otra vez las aguas de la vida, escapar de ese tiempo que ha logrado, modificar el espacio donde él es, irremediablemente, un extranjero.
Quiere encontrar el camino de retorno a la cama de Burgess Farm donde lo espera, no los tardíos honores de un tiempo que no entiende, o los huesos trizados de los seres antaño más queridos, sino el amor vivo y constante de otra mano humana.
Trata de ordenar sus pensamientos, de prepararse para cuando le llegue la hora feliz del despertar.
Hace serios propósitos de enmienda: aceptará, por fin, la fragilidad de tener ochenta y cuatro años; seguirá los consejos de Máximo y Manuela, ya no saldrá más a cabalgar por su pequeño campo en los engañosos amaneceres, húmedos y helados, del invierno que acaba.
Olvidará que lo ha perdido todo: no sólo el poder sobre vidas, famas y haciendas, no ya los cientos de miles de hectáreas de buena tierra pampa ni las cabezas de ganado tan numerosas y tupidas que en los arreos no podía distinguirse una mota de gramilla bajo esas patas que eran la misma llanura en movimiento. Olvidará, incluso, que ha tenido que vender hasta las dos vacas que lo seguían en sus caminatas por la granja, y la carta dolorosa en que dio cuenta de ese último despojo: Mi muy querida hija Manuelita: Triste siento decirte que las vacas ya no están en este Farm. Dios sabe lo que dispone, y el placer que sentía al verlas en el field, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y el enviar a ustedes la manteca. Las he
vendido por veintisiete libras y si más hubiera esperado, menos me hubieran ofrecido...
Claudicará, por fin.
Aceptará el hospedaje que mil veces le ha propuesto
Manuela en su casa de Londres.
Tolerará a Máximo, que siempre ha ignorado sus desplantes a fuerza de admiración y de paciencia.
Se avendrá a la charla de sus nietos ingleses, que sólo por complacerlo le hablan en el único español que han aprendido, con insoportable acento británico.
Vivirá como un viejo más, junto a la estufa.
Todo, con tal de volver a ese mundo real de carne y sangre, donde lo amen de nuevo.
Hace un último esfuerzo por liberarse de la prisión del sueño, peor aún que la prisión de su pensamiento.
Piensa en el bosque de los alrededores de Southampton, donde abunda la
caza y se oye el canto de las aves y se huele esa mezcla de humedad y resina y fecundas hojas muertas que es la sangre de todos los bosques de la tierra. Pedirá que lo lleven allí, siquiera por una tarde, cuando se reponga de la neumonía.
Aprieta los puños y cierra los ojos de niebla y pone en su deseo toda la exasperada voluntad que detenía los caballos en pleno galope, trabándoles las
patas con boleadoras tan fuertes como palabras mágicas.
Pero la puerta de la bóveda se cierra, después de una oración, y don Juan
Manuel no ha podido moverse de su lugar aplanado y tranquilo sobre la tapa
de roble.
Los familiares y las autoridades se retiran porque la vida los aguarda con sus dulzuras y trabajos.
Deja de oírse ese coro confuso de la voz del pueblo, tan bello y tan temible como la tormenta en la desolada llanura, mientras afuera va madurando, lenta e inexorable, la luz del día.



No hay comentarios:

Publicar un comentario