Indocumentado.
Hace
unos días, regresando desde New York en uno de esos vuelos en los que uno
supone que han vendido hasta el último lugar disponible, y aún más, en el
asiento de al lado venía un uruguayo que hacía 5 años no regresaba al país. Estaba indocumentado y ello le coartaba la
libertad de movimiento fuera de los Estados Unidos sin que su status fuera
detectado por los equipos informáticos de los aeropuertos.
La
historia se me disparó porque había visto en diferentes momentos- desde la
preproducción al rodaje y hasta el estreno en el pasado festival de Punta del
Este- de INDOCUMENTADOS (2004) de Leo Ricagni que enlaza con
inteligencia y desde el alma varias historias de estas personas que se
encuentran en una especie de limbo social. Sin ningún derecho, pocas o mínimas
obligaciones y el terror constante de ser descubiertos y deportados.
Con
mi ocasional compañero de vuelo establecimos una larga conversación en ese tono
que sólo se logra en aviones y aeropuertos, sabiendo que con quien hablamos
nunca más nos volveremos a ver ni a intercambiar palabra alguna. A veces, vaya uno
a saber porque mecanismo, en estos lugares
se habla desde el alma y escucha de la misma manera, contándole a un
extraño cosas que en la mayoría de los casos no haríamos con un compañero de
trabajo por ejemplo.
Vamos
a ponerle nombre y algunos lugares de ficción para una historia real.
“Carlos”
volvía a Montevideo luego de 5 años. Se había ido por insistencia de un amigo
que vivía- indocumentado- en Miami y le aseguraba casa, comida y contactos para
conseguir fácilmente un trabajo, sólo le pedía un favor, que en el viaje le
llevara a la novia- que estaba embarazada- y que no se animaba a viajar sola.
Carlos
juntó dólar sobre dólar, vendió una camionetita con la que hacía fletes en su
barrio de Jardines del Hipódromo y finalmente consiguió el dinero para el
pasaje y un remanente de 300 dólares con los que comenzó su odisea.
Se
puso en contacto con la novia de su amigo -a quien conocía poco o nada- y allá
marcharon. No tuvieron problemas en la fatídica ventanilla de entrada – era el
momento en que los uruguayos estábamos contemplados en el programa de exención
de visa- retiraron el equipaje y salieron en el amanecer al sofocante calor que
suele hacer en las afueras del Aeropuerto Internacional de Miami.
No estaba el amigo.
Esperaron
y esperaron y nada. Se hicieron miles de conjeturas: Le pasó algo, se durmió,
se equivocó de hora…
Habían
llevado anotada la dirección, por lo que decidieron tomar un taxi pero, como
ninguno de los dos hablaba palabra de inglés y la mayoría de los taxistas de allí dejaron de ser hispanos para ser
haitianos, debieron preguntar a los gritos si había alguno que hablara español.
Lo encontraron y llegaron a la casa del amigo.
No
estaba.
Golpearon
y nada, ni señal. Se sentaron en el pequeño jardín del frente de la casa a
esperar. ¿Que otra cosa podían hacer?
A las
dos horas, aparece el amigo que venía de una fiesta y ni se acordaba que
venían... Saludos, comentarios, que
susto, no sabíamos que te había pasado y una situación inesperada. Le lleva a
la novia el equipaje para la casa y cuando Carlos va a entrar el suyo, el amigo
le dice “No mirá, lugar para vos no tengo, te agradezco hayas traído a mi novia pero buscate otro
lugar, porque aquí no te podés quedar…” Rabia, dolor, desamparo. ¿Qué sintió
entonces?
Se
fue con sus valijas (dos) y todo lo que tenía en el mundo en ese momento, a
caminar bajo el sol ya alto y abrazante de la Florida.
Encontró
un hotel de 30 dólares la noche y allá fue. En el mismo hotel conoció a un
argentino a quien le contó lo que le sucedía. Este le sugirió la casa de un
panameño que alquilaba piezas por U$S 50 a la semana. Se mudó al otro día. Eran piezas para
cuatro y un baño para 16 personas, todos indocumentados.
Trató
y trató de conseguir trabajo y nada, pasó una semana y otra y seguía en la misma. De los U$S300 al
llegar ahora tenía solamente 70. Le dijo entonces al panameño de la pensión que
por más que buscaba no conseguía trabajo alguno y que no podría pagarle la
pensión otra semana más. El panameño le pidió que hiciera las valijas y se
fuera.
Carlos
entonces volvió a la calle. ¿Qué sintió entonces?
Durmió
entre unos árboles del jardín de un hotel en el que trabajaba como guardia
nocturno uno de los compañeros de pensión que le hizo de “pierna” de dejarlo.
Su miedo más fuerte era que le robaran las valijas. Era todo lo que tenía. Al
otro día volvió a encontrarse con el argentino que le había dado una mano en el
comienzo. Había intercedido ante el panameño de la pensión y podía volver por
una semana y pagar después. Y sucede entonces lo imprevisto, buscan un chofer
para llevar una camioneta con indocumentados uruguayos hasta una localidad del
estado de Georgia. Carlos sabía manejar bien y se ofrece. Le dan el trabajo,
advirtiéndole que debe tener mucho cuidado porque no sólo él es un
indocumentado sino que transporta indocumentados y un accidente podría
significar la deportación de todos…Por supuesto que nunca supo quien lo
contrató. Viajaba, volvía y le pagaban bien.
Comienza
así un período de un año transportando uruguayos dos o tres veces por semana en
grupos de tres o cuatro cada vez. Nunca supo adonde los llevaba. Los dejaba en
ese pueblo adonde los recogía otra camioneta y seguían viaje.
Ahorró,
se pudo mudar de la pensión del panameño a un apartamento muy chico con otros
tres indocumentados, dos argentinos y un
chileno.
Y un
día en que no tenía que viajar se sintió mal, muy mal. Tan mal que creyó
morirse. Uno de sus compañeros lo llevó a una emergencia pública adonde lo
tuvieron durante 6 horas sin atender-esperando- porque no tenía ni papeles ni cobertura
médica alguna. Tenía un estrangulamiento intestinal que requería cirugía
inmediata. Todos sus ahorros – U$S 5000 -no cubrían la tercera parte de la
operación, luego de negociaciones con una administrativa cubana del hospital
logró que lo operaran, a cambio de firmar una decena de papeles en los que se
comprometía a pagar después, cosa que
hizo puntualmente.
¿Que sintió
en ese momento?
Sale
bien, se recupera en tiempo record y a la semana estaba nuevamente manejando la
camioneta con indocumentados.
Regresando
un día a Miami solo y pensando, decide mudarse de estado y ciudad. Había
conocido a alguien de New Jersey y
volvió a confiar. No podía ir en avión porque le iban a pedir el pasaporte, fue
en ómnibus Greyhound en un viaje interminable de un día, seis horas y quince
minutos.
Gracias a esta persona consiguió trabajo
enseguida y no uno sino dos, de día trabaja en una sanitaria, de noche como
mozo en una parrillada de un argentino. Se mudó por fin solo. Comenzó a comprar
entonces- por primera vez desde su llegada-los muebles para su casa, la tele, una computadora con
la que aún lucha y por consejo de un compañero de la parrillada contactó a un
abogado.
Éste
le comenzó a tramitar los papeles para darle finalmente una identidad. Y ahora,
después de muchos meses y dinero, venía a Montevideo a buscar su visa de
trabajo.
¿Qué
sentía mientras miraba el Cerro desde el aire después de cinco años?
Piensa
que una vez que tenga los papeles no volverá más al Uruguay.
“Tengo
mi vida allá y me costó mucho tenerla” No cabe duda .
Acá quedó su madre y una hermana a quienes
espera llevarse pronto.
La
última vez que vi a Carlos fue cuando llegamos al aeropuerto de Carrasco, traía
dos valijas gigantes llenas de regalos. Lo pararon los funcionarios y lo
estaban revisando. Nos despedimos con un “Chau, un gusto haberte conocido…”
Copyright © EM
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Poster original del film "INDOCUMENTADOS" de Leo Ricagni (2004), colección del autor. |
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