viernes, 6 de septiembre de 2013

Indocumentado.




Hace unos días, regresando desde New York en uno de esos vuelos en los que uno supone que han vendido hasta el último lugar disponible, y aún más, en el asiento de al lado venía un uruguayo que hacía 5 años no regresaba al país.  Estaba indocumentado y ello le coartaba la libertad de movimiento fuera de los Estados Unidos sin que su status fuera detectado por los equipos informáticos de los aeropuertos.
La historia se me disparó porque había visto en diferentes momentos- desde la preproducción al rodaje y hasta el estreno en el pasado festival de Punta del Este- de INDOCUMENTADOS (2004) de Leo Ricagni que enlaza con inteligencia y desde el alma varias historias de estas personas que se encuentran en una especie de limbo social. Sin ningún derecho, pocas o mínimas obligaciones y el terror constante de ser descubiertos y deportados.
Con mi ocasional compañero de vuelo establecimos una larga conversación en ese tono que sólo se logra en aviones y aeropuertos, sabiendo que con quien hablamos nunca más nos volveremos a ver ni a intercambiar palabra alguna. A veces, vaya uno a saber porque mecanismo, en estos lugares  se habla desde el alma y escucha de la misma manera, contándole a un extraño cosas que en la mayoría de los casos no haríamos con un compañero de trabajo por ejemplo.
Vamos a ponerle nombre y algunos lugares de ficción para una historia real.
“Carlos” volvía a Montevideo luego de 5 años. Se había ido por insistencia de un amigo que vivía- indocumentado- en Miami y le aseguraba casa, comida y contactos para conseguir fácilmente un trabajo, sólo le pedía un favor, que en el viaje le llevara a la novia- que estaba embarazada- y que no se animaba a viajar sola.
Carlos juntó dólar sobre dólar, vendió una camionetita con la que hacía fletes en su barrio de Jardines del Hipódromo y finalmente consiguió el dinero para el pasaje y un remanente de 300 dólares con los que comenzó su odisea.
Se puso en contacto con la novia de su amigo -a quien conocía poco o nada- y allá marcharon. No tuvieron problemas en la fatídica ventanilla de entrada – era el momento en que los uruguayos estábamos contemplados en el programa de exención de visa- retiraron el equipaje y salieron en el amanecer al sofocante calor que suele hacer en las afueras del Aeropuerto Internacional de Miami.
 No estaba el amigo.
Esperaron y esperaron y nada. Se hicieron miles de conjeturas: Le pasó algo, se durmió, se equivocó de hora…
Habían llevado anotada la dirección, por lo que decidieron tomar un taxi pero, como ninguno de los dos hablaba palabra de inglés y la mayoría de los taxistas  de allí dejaron de ser hispanos para ser haitianos, debieron preguntar a los gritos si había alguno que hablara español. Lo encontraron y llegaron a la casa del amigo.
No estaba.
Golpearon y nada, ni señal. Se sentaron en el pequeño jardín del frente de la casa a esperar. ¿Que otra cosa podían hacer?
A las dos horas, aparece el amigo que venía de una fiesta y ni se acordaba que venían... Saludos,  comentarios, que susto, no sabíamos que te había pasado y una situación inesperada. Le lleva a la novia el equipaje para la casa y cuando Carlos va a entrar el suyo, el amigo le dice “No mirá, lugar para vos no tengo, te agradezco  hayas traído a mi novia pero buscate otro lugar, porque aquí no te podés quedar…” Rabia, dolor, desamparo. ¿Qué sintió entonces?
Se fue con sus valijas (dos) y todo lo que tenía en el mundo en ese momento, a caminar bajo el sol ya alto y abrazante de la Florida.
Encontró un hotel de 30 dólares la noche y allá fue. En el mismo hotel conoció a un argentino a quien le contó lo que le sucedía. Este le sugirió la casa de un panameño que alquilaba piezas por U$S 50 a la semana. Se mudó al otro día. Eran piezas para cuatro y un baño para 16 personas, todos indocumentados.
Trató y trató de conseguir trabajo y nada, pasó una semana y otra y seguía en la misma. De los U$S300 al llegar ahora tenía solamente 70. Le dijo entonces al panameño de la pensión que por más que buscaba no conseguía trabajo alguno y que no podría pagarle la pensión otra semana más. El panameño le pidió que hiciera las valijas y se fuera.
Carlos entonces volvió a la calle. ¿Qué sintió entonces?
Durmió entre unos árboles del jardín de un hotel en el que trabajaba como guardia nocturno uno de los compañeros de pensión que le hizo de “pierna” de dejarlo. Su miedo más fuerte era que le robaran las valijas. Era todo lo que tenía. Al otro día volvió a encontrarse con el argentino que le había dado una mano en el comienzo. Había intercedido ante el panameño de la pensión y podía volver por una semana y pagar después. Y sucede entonces lo imprevisto, buscan un chofer para llevar una camioneta con indocumentados uruguayos hasta una localidad del estado de Georgia. Carlos sabía manejar bien y se ofrece. Le dan el trabajo, advirtiéndole que debe tener mucho cuidado porque no sólo él es un indocumentado sino que transporta indocumentados y un accidente podría significar la deportación de todos…Por supuesto que nunca supo quien lo contrató. Viajaba, volvía y le pagaban bien.
Comienza así un período de un año transportando uruguayos dos o tres veces por semana en grupos de tres o cuatro cada vez. Nunca supo adonde los llevaba. Los dejaba en ese pueblo adonde los recogía otra camioneta y seguían viaje.
Ahorró, se pudo mudar de la pensión del panameño a un apartamento muy chico con otros tres indocumentados, dos argentinos y  un chileno.
Y un día en que no tenía que viajar se sintió mal, muy mal. Tan mal que creyó morirse. Uno de sus compañeros lo llevó a una emergencia pública adonde lo tuvieron durante 6 horas sin atender-esperando- porque no tenía ni papeles ni cobertura médica alguna. Tenía un estrangulamiento intestinal que requería cirugía inmediata. Todos sus ahorros – U$S 5000 -no cubrían la tercera parte de la operación, luego de negociaciones con una administrativa cubana del hospital logró que lo operaran, a cambio de firmar una decena de papeles en los que se comprometía a pagar después,  cosa que hizo puntualmente.
¿Que sintió en ese momento?
Sale bien, se recupera en tiempo record y a la semana estaba nuevamente manejando la camioneta con indocumentados.
Regresando un día a Miami solo y pensando, decide mudarse de estado y ciudad. Había conocido a alguien de New Jersey  y volvió a confiar. No podía ir en avión porque le iban a pedir el pasaporte, fue en ómnibus Greyhound en un viaje interminable de un día, seis horas y quince minutos.
 Gracias a esta persona consiguió trabajo enseguida y no uno sino dos, de día trabaja en una sanitaria, de noche como mozo en una parrillada de un argentino. Se mudó por fin solo. Comenzó a comprar entonces- por primera vez desde su llegada-los muebles para su casa, la tele, una computadora con la que aún lucha y por consejo de un compañero de la parrillada contactó a un abogado.
Éste le comenzó a tramitar los papeles para darle finalmente una identidad. Y ahora, después de muchos meses y dinero, venía a Montevideo a buscar su visa de trabajo.
¿Qué sentía mientras miraba el Cerro desde el aire después de cinco años?
Piensa que una vez que tenga los papeles no volverá más al Uruguay.
“Tengo mi vida allá y me costó mucho tenerla” No cabe duda .
 Acá quedó su madre y una hermana a quienes espera llevarse pronto.
La última vez que vi a Carlos fue cuando llegamos al aeropuerto de Carrasco, traía dos valijas gigantes llenas de regalos. Lo pararon los funcionarios y lo estaban revisando. Nos despedimos con un “Chau, un gusto haberte conocido…”
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Poster original del film "INDOCUMENTADOS" de Leo Ricagni (2004),  colección del autor.


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