Juan Manuel de Rosas, imagen idealizada de autor desconocido c.1940
DEBIDO A QUE NO SE PUEDE ACCEDER FÁCILMENTE AL RELATO DE MARIA ROSA LOJO "EL POLVO DE SUS HUESOS" MENCIONADO EN EL POST, SE TRANSCRIBE EN SU TOTALIDAD.
EL POLVO DE SUS
HUESOS
De María Rosa Lojo
Ni el polvo de sus
huesos la América tendrá.
JOSÉ MÁRMOL, A Rosas
Mi cadáver será
sepultado en el cementerio católico de
Southampton hasta que
en mi Patria se reconozca y
acuerde por el
Gobierno la justicia debida a mis servicios.
Entonces será enviado
a ella previo permiso de su
Gobierno y colocado
en una sepultura moderada, sin lujo
ni aparato alguno,
pero sólida, segura y decente, si es que
haya como hacerlo así
con mis bienes, sin perjuicio
de mis herederos.
En ella se pondrá a
la par del mío, el de mi compañera
Encarnación, el de mi
Padre y el de mi Madre.
Testamento del
Brigadier General don Juan Manuel
Ortiz de Rozas y
López, Burgess Farm, 22 de abril de 1876
Los
golpes agreden la pared que separa de los cambios del mundo la caja
sellada.
Los ladrillos embestidos por una mano mecánica, y luego por las manos de dos
hombres, armadas de mazas, caen y se disgregan y vuelven al polvo de donde
salieron, como los cuerpos de los hijos de Adán. Por fin, el hueco se hace lo
suficientemente ancho para que salga al sol el féretro de madera carcomida que
envuelve un secreto e imperturbable cofre de plomo.
Algunos
de los espectadores quisieran gritar de emoción y de alborozo: han viajado
desde el otro lado de la Tierra para ver romperse esa pared como se
rompe
un hechizo, y que la caja emerja de su encierro.
Pero
reprimen su deseo, obligados por la solemnidad de la ocasión y por las caras
burocráticas de los funcionarios, que están allí con el solo objeto de labrar
las actas y hacer cumplir los reglamentos.
No
pueden oír el otro grito que ha salido de un lugar impreciso —menos un grito de
alegría que de sorpresa y extrañamiento— ni pueden ver la figura que se
endereza, cubierta a medias por jirones de una tela blanca, fina como una
mortaja de seda, quebradiza como el velo reseco que el olvido y la pena
extienden sobre los objetos abandonados.
El
hombre que ya se incorpora por entero bajo la luz mediana del otoño, mira a su
alrededor.
Sin
duda —certifica— se halla en el cementerio católico de Southampton, vecino de
la iglesia que él no solía visitar, pero a la que ayudó, mientras tuvo dinero,
con donativos apreciables. Ya que Dios es un caudillo tan poderoso e
imprevisible, siempre ha creído que es mejor ser su aliado antes que un tibio
contemplador o un adversario.
Sin
embargo, el territorio conocido acusa mutaciones desconcertantes aunque no
fundamentales: hay más tumbas de las que recuerda, los árboles ha crecido, y el
monumento atacado por una máquina de garras monstruosas no encuentra réplica,
tampoco, en su memoria.
Pero
lo más extravagante de la escena es el público aglomerado frente a la parcial
demolición: no reconoce caras y menos aún esos trajes lacios, oscuros y sin
ornamento alguno, o esos cuellos de los que cuelgan unas tiras sin gracia que
hacen el antiguo papel de las anchas corbatas con vuelta. No son militares ni
gauchos, ni siquiera peasants de la
campiña, pero tampoco parecen
caballeros.
Por
la severidad y desabrimiento de los atuendos piensa que tal vez sean frailes de
alguna orden nueva.
Avanza
unos pasos, se mezcla con lo que ha de ser la plana mayor de la
cofradía,
dispuesto a preguntarles el porqué de su presencia y de tan bizarra
ceremonia.
Antes
de pronunciar una palabra advierte, aterrado, la indignidad de sus propias
vestiduras: su desnudez mal disfrazada por los despojos de una
especie
de sábana que se desintegra un poco más con cada roce del aire. Busca ansiosamente
un lugar donde ocultarse hasta que le sea posible subsanar tanta miseria
indecorosa, pero pronto comprende que da lo mismo quedarse o huir.
Nadie
lo señala, nadie se aparta con repugnancia o asombro para cederle el
paso.
Es
más, los cuerpos sordos y ciegos de los otros se dejan traspasar por el
suyo,
que se hunde sin sangre a través de los huesos y de los corazones
palpitantes
como la empuñadura de un cuchillo de juguete.
Cree
comprender la situación: está en el medio de una pesadilla.
Su
último recuerdo es una cama, sinapismos, el sopor de la fiebre y la respiración
dolorosa de la neumonía.
Cuando
logre abrir los ojos nuevamente, encontrará la cara de su hija que se ha
convertido en una señora de rodete canoso, aunque le pregunte, como si aún
fuese una niña, mientras le toma la mano: “¿Cómo te va,
Tatita?”.
Pero
su voluntad, que solía ser infalible, no logra abrir la puerta que conduce al
regreso, del otro lado del sueño, donde la tos lo sacude a la madrugada.
Se
resigna a la nueva compañía y sigue los pasos de la comitiva, a la zaga del
cajón de plomo, limpio ya de las maderas viejas, al que colocan sobre un
transporte proporcionado a su tamaño.
Se
pregunta quién será ese muerto al que tan intempestivamente han arrancado de su
descanso eterno.
En
la otra cuadra espera una lustrosa cabina exornada con una cruz de bronce, que podría
ser un coche fúnebre si tuviera caballos.
Allí
se detienen los hombres y abren las carpetas que llevan en la mano.
Lo
atrae, como antaño, el fulgor manso y disponible de los papeles sobre los que
se escribe la letra de la ley. Ve, con sorpresa, que no hay tinteros, sino unas
plumas metálicas cilíndricas que parecen contener la tinta dentro de sí y que
los escribientes manejan con celeridad extraordinaria.
Por
encima del hombro del funcionario municipal de Southampton, lee que a los
veintidós días del mes de septiembre del año mil novecientos ochenta
y
nueve, se procede a hacer entrega de los restos del Brigadier General Juan
Manuel
de Rosas al representante de su familia, señor Martín Silva Garretón y
Ortiz
de Rozas, acompañado por el señor Manuel de Anchorena, con el
asentimiento
oficial del gobierno de la nación argentina, adonde el cuerpo será
llevado
conforme a las condiciones establecidas por el gobierno británico.
Firmadas
las actas, se hace ingresar el cajón —introducido ahora en un catafalco nuevo—
por la puerta trasera de la cabina.
Él
se sienta sobre la tapa, agradecido a la oscuridad pudorosa de las ventanas
encortinadas, mientras el vehículo, aunque no tiene caballos, comienza a
moverse.
Ciento
doce años se le han acumulado de golpe en el hueco inexistente de
la
garganta.
Llora
lágrimas furiosas pero sin consistencia, que se esfuman en el aire no bien
comienzan a resbalarle por las mejillas.
No
llora por su muerte, tan prevista y esperada que ha redactado varios y
minuciosos testamentos disponiendo incluso sobre los bienes que nunca le fueron
devueltos. Llora por la desmesura brutal del tiempo que ha hecho falta para que
se lo sepulte en tierra argentina.
Ahora
vuelve solo, sin Manuelita, que hasta pasados los sesenta años ha sido la Niña.
Sin
Máximo, su yerno, que sus celos nunca aceptaron del todo, a pesar, o a causa,
de sus innegables y fastidiosas virtudes.
Sin
los nietos ingleses y los biznietos o biznietas que acaso existieron, aunque lo
duda: ninguno de estos deudos posibles se ha hecho presente en la ceremonia de
la exhumación.
Vuelve
escoltado por dos desconocidos: uno que desciende de su sangre y otro que
desciende de sus amigos y consejeros, los Anchorena, que lo abandonaron en el
exilio.
¿Vuelve
en verdad, o es el mal sueño que continúa en esta sala donde
depositan
el catafalco reluciente para cubrirlo con dos banderas patrias y un
poncho
federal que parece ser propiedad del arrepentido vástago Anchorena?
La
tormenta inmediata de los hechos no le permite refugiarse rencorosamente,
como
lo hizo durante las soledades del destierro, en la “prisión de su
pensamiento”
que lo encadenaba, una y otra vez, a las traiciones de los otros y a sus
antiguos errores.
La
sala se va llenando de gente. Silva Garretón y Anchorena no han venido solos
sino con otros familiares y adherentes.
A
ellos se suma un grupo de hombres que bajan de cabinas tan raudas como la que
lo ha traído, y que dicen ser representantes de los obreros argentinos.
Se
pregunta si a esta altura los obreros habrán reemplazado ya a los gauchos y le
admira que estos obreros —vestidos tan bien o tan mal como sus propios
descendientes— cuenten con recursos para costearse el largo y oneroso cruce del
océano, como les admiraba antes a los viajeros ingleses que en las pampas
argentinas hasta los mendigos dispusiesen de un caballo.
Oye
cruzarse voces anglosajonas y voces rioplatenses.
Se
entera de que debido a la guerra reciente entre la Argentina e Inglaterra
(¿otra vez un bloqueo?...) no podrán pasar por Londres, y que será menester
volar directamente a Francia.
Supone
que el verbo “volar” es una metáfora o una exageración retórica, pero al poco
tiempo se encuentra en otra cabina de la que salen unas alas rígidas de hierro
pintado.
Esas
alas planean, por cierto, pero se mueven apenas y sólo para hacer equilibro, no
impulsan el vuelo como las alas de los pájaros.
Entiende
que la fuerza de la máquina está en el rugido continuo que le sale de las
entrañas, como un bullir de calderas atizadas por fogoneros invisibles. Pronto
Inglaterra desaparece ante los ojos: verde, irregular, pequeña,
junto
con su rancho techado de paja y su granja de Burgess, que él ha sabido
convertir
en una pampa en miniatura.
Tras
el Mar del Norte ya se divisa la tierra donde los delegados unitarios y los
legisladores de la Francia lo atacaron en vano.
No
espera una buena acogida.
A
lo sumo, la indiferencia de la cortesía.
Supone
que después de tantos años él, que fue gobernante chúcaro de una
república
primitiva y lejana, no ha de figurar en los anales presentes de la
memoria.
Sin
embargo, cuando la máquina toma tierra,
divisa una explanada que se engalana, íntegramente, con insignias
nacionales francesas y argentinas a
media
asta.
Las
argentinas, aunque reconocibles, ya no son las mismas: no lucen
las
dos bandas de azul fuerte, ni las iniciales de la Federación bordadas en
punzó,
sino el celeste lavado de la divisa unitaria.
Piensa
que sus descendientes han tenido al menos la consideración de colocarle una
antigua bandera del tiempo federal sobre el catafalco.
Un
hombre alto y moreno, muy erguido, aguarda abajo, a la cabeza de un
numeroso
cortejo.
Su
incomodidad aumenta.
¿Qué
concesiones habrá hecho la Argentina antaño cimarrona a la dulce Francia para
merecer tanta parafernalia?
Quizá,
por uno de esos equívocos del destino, hasta él mismo se haya
convertido
en una suerte de héroe exótico para los franceses.
Pero
el hombre alto no resulta ser funcionario del país que lo acoge, sino su propio
tataranieto, que es el embajador designado en esas tierras.
La
sangre de su primogénito Juan Bautista —tan anodino, tan desvaído— ha dado, por
lo visto, frutos bien arraigados y acomodados en las pampas, mientras que la
gracia decidida y brillante de Manuelita parece haberse echado a perder con el
abono mediocre de la campiña inglesa.
Pronto,
el brigadier general don Juan Manuel de Rosas descansa de tanta
confusión
en el tranquilo depósito de una funeraria en la ciudad de Orly.
Le
hace guardia un destacamento del Servicio de Inteligencia de la Argentina.
Primero
se siente halagado.
Luego
teme que quizá las fuerzas secretas de su país no tengan otra tarea más
importante que la de cuidar un cadáver que se deshace.
En
la tarde siguiente tendrá ocasión de comprobar hasta qué punto, en efecto, su
cuerpo se ha deshecho. Los descendientes quieren trasladar los restos
desde
la exagerada caja de plomo a un cajón de tamaño corriente, más apto sin duda
para ser transportado en las cabinas con alas, cuya envergadura es menos generosa
que la de los barcos.
El
mundo —piensa— se ha vuelto más chico y más veloz que un siglo atrás.
Cuando
abren la tapa sellada sólo se mantienen en buen estado de
conservación
los huesos duros del cráneo y los de los brazos y las piernas.
La
mano que reposaba —apenas antes de ayer— entre las manos de su hija
Manuela,
se ha desintegrado por completo, lo mismo que los pies, la columna
vertebral,
las caderas y buena parte de las costillas.
Después
de colocar los restos aún enteros en el ataúd flamante, Silva Garretón recoge
el polvillo de los otros huesos que el tiempo se ha encargado de triturar;
alrededor de una taza de arena ósea se esparce en la otra caja.
Aparte
quedan un crucifijo roto, la dentadura de metal que últimamente usaba para
comer y un plato de porcelana.
Se
habla de entregar las reliquias a un museo.
Siente
asco y rechazo.
Siempre
le ha causado una vaga repugnancia la costumbre de guardar
fragmentos
de los santos o de sus ropas casi como un amuleto protector contra
la
desgracia.
Él
—que no es santo— por cierto no podría evitarle a nadie la desdicha, puesto que
ni siquiera ha sido capaz de prevenir la suya. Los museos donde se exhiben
fósiles humanos o animales no le parecen mejores que la astilla de hueso, el
rizo o el pedazo de sayal que los fieles guardan en bolsitas
bordadas.
No
hay otra experiencia —piensa como los gauchos— que la sufrida
en
cuero propio. Ninguna visión del pasado reducido a objeto ha podido ni
podrá
proteger a los hombres de su Historia.
La
relativa paz de la funeraria pronto es turbada por homenajes varios que
arrecian
sobre él, huecos y ruidosos como balas de salva.
Vuelve
la comitiva.
Distribuyen
enormes ramos de estrellas federales sobre el ataúd, al que llevan,
así
adornado, hasta el aeropuerto.
El
cortejo se compone de siete coches y una custodia policial que monta fieras
metálicas con ruedas en vez de briosos corceles, a cuyo estruendo propio se
agrega el silbido de las sirenas.
Este
mundo más estrecho y más rápido necesita aturdirse los oídos y cabalgar sobre un
vértigo de hierro —piensa don Juan Manuel— porque ya ha olvidado el sabor lento
y dulce de la vida.
Cuando
llegan al aeropuerto, los espera, tendida, una alfombra roja. El féretro donde
sus huesos siguen pulverizándose se coloca en un catafalco central al que le
hacen la venia uniformes franceses y argentinos.
Se
pronuncian discursos, se bendice el ataúd asperjándolo con un hisopo —tan
repetidamente que parece humedecido por una garúa porteña—.
Por
fin dos trompetas tocan a silencio, y otra vez el ataúd es levantado y escoltado
hasta la cabina con alas entre dos formaciones militares.
Don
Juan Manuel no sabe qué pensar de sus demoradas honras fúnebres.
Él
las ha hecho mejores: recuerda las exequias de su mujer, doña Encarnación,
la
Heroína del Siglo, con toda una ciudad puesta de luto, y antes aún, las de
Manuel
Dorrego y las de Facundo Quiroga, mártires de la Santa Federación. Las ceremonias
tenían entonces olores, colores y texturas ahora perdidas: olas de terciopelo
negro que rozaban la frente desde los techos altos; un cielo turbio de incienso,
maderas preciosas y cera derretida que provocaba los sentidos, más finos y
propensos al gozo ante la cercanía lujosa de la muerte ajena. Tenía cascos de
caballos que resonaban en la plaza del silencio, anunciando el cortejo.
Sentado
en cuclillas sobre su cajón, con la cabeza entre las manos, espía
por
la ventanilla el increíble ascenso que lo está llevando a muchas leguas por
sobre
el océano.
No
vuelve aún a su cama de Burgess Farm, sino a otro recodo peligroso del sueño
que le mostrará el espejismo de una patria futura y desconocida.
El
vuelo pasa ligero y luminoso como una fiesta. Los descendientes y los
simpatizantes, aunque son en su mayor parte hombres maduros, se han vuelto
bulliciosos y casi torpes, con alegría de muchachos.
Llenan
de vino vasos pequeños, hechos de un material ligero y transparente que no es
vidrio ni cartón, y brindan por el retorno.
A
los vivas por don Juan Manuel, añaden, de cuando en cuando, dos nombres
enigmáticos: Perón y Evita.
Cuando
la máquina toca tierra americana, en el mismo Brasil que lo venció con el
Ejército Grande de Caseros, los vivas se amontonan, se agolpan, se
hacen
indiscernibles.
Una
voz se alza por sobre todas las demás para maldecir al mal poeta e inexacto
profeta José Mármol.
Don
Juan Manuel sonríe.
Acaba
de recordar un verso: Ni el polvo de sus
huesos
la América tendrá..., escrito hace tantos años por ese muchacho rubio y
lánguido,
vanamente enamorado de Manuelita, que se fue a Montevideo sin
que
nadie lo echara, y que durante tanto tiempo se empeñó en echarlo a él de la gobernación
de Buenos Aires.
Los
poetas se equivocan. Don Juan Manuel retorna, polvo y huesos, para reposar en
el mismo cementerio del vate contestatario que después de todo le debe su fama,
como que él, su gobierno y su familia fueron la fuente inagotable y permanente
de su mejor inspiración.
De
vuelta en el aire, una mancha clara de agua en el extremo verde de un
mapa
sobresalta los ánimos.
Dicen
que esa mancha corresponde a las cataratas del Iguazú, en la frontera con el
Brasil.
Hay
un silencio que dura tanto como todo el viaje, y que concluye como si todas las
voces se levantaran en remolino cuando el comandante anuncia que se está
sobrevolando tierra argentina.
De
aquí en más, las cosas y los paisajes comienzan a dar vuelta en un
abigarrado
caleidoscopio.
En
la ciudad de Rosario —que antaño sólo tenía el río y la bandera, y ahora
ostenta edificios tan altos como catedrales— el ataúd se trasborda a otra
máquina: un avión de combate —dicen— que ha peleado contra Gran Bretaña en la
guerra de Malvinas.
Don
Juan Manuel cavila, perplejo, y atribuye lo que ha oído a la incoherencia
propia de los delirios.
De
otro modo, ¿cómo hubieran podido ser esos territorios tan apartados y tan poco significativos
la causa de una guerra con los ingleses?
Si
era lógico pelear por las tierras de adentro, no lo parece tanto enfrentar a la
mejor flota del mundo por tierras heladas e inservibles de mar afuera donde no
podría prosperar una sola vaca.
El
mismo había pensado en cederlas oficialmente a la Corona a cambio de que sus
banqueros condonaran la infame e irresponsable deuda externa contraída con el
Reino Unido por el unitario Rivadavia.
Los
descendientes forcejean discretamente por el orden de prioridad para
bajar
el ataúd, orden que termina siendo —azares del traspaso— el inverso al
observado
en París.
Los
espera un hombre bajo, delgado, morocho, de elaboradas patillas, que mira la
caja durante un rato suficientemente largo; luego se besa la mano y con un
gesto devoto la apoya sobre el ataúd.
Abraza
a los descendientes, uno por uno, y los saluda con la erre mocha y el acento cantado
de la gente del Noroeste.
Don
Juan Manuel conoce bien ese estilo, teatral, pero a la vez espontáneo;
campechano
aunque reservado, y siempre astuto.
Los
caudillos no han cambiado tanto en la Argentina.
Le
halaga que sea un provinciano el primero que lo recibe.
Su
caída —vuelve a decirse por enésima vez— no ha sido obra de la defección
interna, sino del Brasil, de los intereses europeos y de los unitarios,
que
siempre quisieron ser otros europeos, amalgamados por la locura
transitoria
de su lugarteniente Urquiza.
Por
un momento, todo vuelve a ser como en los viejos tiempos.
Al
lado del ataúd caminan, igual que hace un siglo y medio y con idéntico
uniforme, los Dragones de la Independencia y los Blandengues de López —su
contemporáneo,
el taimado gobernador santafesino—. Ingresa en la Plaza
Mayor
sobre la cureña de un cañón del Ejército.
Si
aún tuviera piel, no le habría quedado un solo vello sin erizarse, al oír el
giro de cuerpos y el chocar de botas, obedientes a una voz que ordena: “Al
señor brigadier general don Juan Manuel de Rosas, ¡vista derecha!”.
Pero
la ilusión del retorno, las seguridades de la reiteración, se borran pronto.
Aún aquellas cosas que parecen las mismas tienen otro sentido distinto
e
inquietante, son apenas máscaras usadas de significados nuevos.
Irá
de sorpresa en sorpresa, de misa en misa y de discurso en discurso, empezando por
el del caudillo norteño, que ha resultado ser el presidente de la Nación y comprovinciano
de Facundo Quiroga. Don Juan Manuel estudia los carteles, las consignas, las
banderas institucionales y partidarias que agradecen al jefe de Estado la
repatriación de sus restos.
Entiende
que él es ahora una pieza más en el juego político de otros.
El
pueblo lo acompaña durante todo el trayecto de su viaje.
Lo
despide en el Puerto del Rosario junto con los veintiún cañonazos de las honras
militares, lo sigue saludando desde las riberas del río; estalla en vítores y
aplausos cuando se llega al pasaje de la Vuelta de Obligado, donde sus gauchos
le pusieron cadenas a la flota anglo-francesa y embrujaron a los amos del mundo
con la astucia y el desaliento, con la voluntad suprema que nace de estar pisando
la tierra propia.
En
el puerto de Buenos Aires lo aguardan otra vez el presidente, y más
discursos,
más tropas a caballo: los Granaderos de San Martín, sus propios
Colorados
del Monte, con lanza en ristre y gorro federal, y hasta los Coraceros
de
Lavalle, su hermano de leche e implacable opositor; así como están, junto a
sus
descendientes, los de sus adversarios Iriarte y Viamonte, los de Paz y los de Urquiza.
Los
hermanos enemigos se reconcilian sólo cuando las viejas causas se
gastan
y se vacían de sentido, piensa don Juan Manuel. Ya no habrá, entonces, unitarios
y federales, o bien, es que unitarios y federales simbolizan ahora otras cosas:
los que están del lado de ese otro caudillo exhibido en las banderas, llamado
“Juan Perón”, y los que no lo están.
Por
eso el presidente —ungido, al parecer, por los peronistas— insiste tanto en
exaltar sus pobres huesos que bailan en el ataúd casi vacío, como “prenda de unidad”
de los argentinos.
Quizá
pronto esos dos bandos, disueltos en los giros feroces de un tiempo que se acelera,
tampoco signifiquen cosa alguna, sin que eso favorezca la utópica
unidad
de la gente del Plata.
Don
Juan Manuel sonríe, amargamente.
En
ese aspecto nada ha de haber cambiado, está seguro, bajo los malos vientos de Santa
María de los Buenos Aires.
Los
argentinos fueron, son y serán una tropa de baguales.
Su
unidad es la guerra; su mayor gozo, el desorden. Por eso —recuerda— los hizo
pelear contra el extranjero, en vez de fraguar una constitución imposible.
“Porque sólo así —ha dicho alguna vez— es como se puede gobernar a este
pueblo.”
Pero
otras cosas sí las encuentra diferentes.
Ya
en la ciudad, afronta un escándalo de raras novedades.
Empezando
por sus habitantes, en cuya piel y ojos se han multiplicado asombrosamente los
tonos claros. Hasta los gauchos vestidos de fiesta que marchan en el cortejo se
han vuelto medio rubios.
No
ve, en cambio, ni un solo sucesor de aquellos morenos que iban a la vanguardia
de las tropas nacionales y que bailaban en los candombes donde los santos cristianos
y los dioses del África se unían para homenajear al Restaurador y a la Niña
Manuela.
Tampoco
hay representantes de los caciques aliados, que se complacían en exhibir los
uniformes de generales de la patria.
Se
pregunta si los habrán exterminado a todos.
Si
habrán terminado, como él, en otro exilio.
Quizá
están diluidos en las caras de tierra que todavía alternan con las caras
blancas.
Le
desagrada esta Argentina desteñida donde nada parece del todo real, donde la
misma escena de la fiesta tiembla y oscila al paso de la cureña como la burbuja
del sueño en el que la fiebre —quiere creer— ha de haberlo puesto.
Cuando
llegan a la Plaza de la Victoria, que ahora llaman de Mayo, después de
atravesar una cordillera de edificios, todo le parece vagamente familiar pero a
la vez descolocado y ajeno.
El
Cabildo está mutilado y reducido; la Pirámide ha cambiado de
emplazamiento,
el Fuerte de Gobierno ha desaparecido bajo una gran casa de estilo pretensioso
y tibio color rosado, la Recova Vieja y sus tiendas ya no existen, el pórtico
de la Catedral Metropolitana no es el mismo, y la Catedral tampoco.
La
inscripción bajo una lámpara siempre encendida anuncia que en ella duerme ahora
otro exiliado célebre al que la Argentina ha reclamado mucho antes: el general
San Martín. Don Juan Manuel no se atreve a pensar lo que puede haber ocurrido
con la Mansión de Palermo, que era el verdadero centro, no sólo de su gobierno
sino también de su solaz y reposo.
Agobiado,
se deja llevar ciegamente por calles ir reconocibles, que ya no
mira.
Sólo
una cosa es igual: el pueblo lo sigue como antes de que lo derribara la
conspiración
de Urquiza, inalterable en su fidelidad veleidosa.
La
multitud es tanta que el ingreso en el Cementerio del Norte se demora. Todos
quisieran entrar, pero lo impiden las autoridades y la familia.
Suenan
insultos y vidrios que se rompen.
Don
Juan Manuel ha llegado a su morada definitiva: la bóveda familiar,
una
sepultura sólida, decente, moderada, sin lujo alguno, como lo previó en su
testamento.
Por
un momento se deslumbra y engaña con una constelación de laureles y placas que
ornan los muros modestos, en honor de don Juan Manuel
Ortiz
de Rozas, gobernador de Buenos Aires.
Pero
no son para él.
Comprende
que se trata de su nieto, el hijo de Juan Bautista, que paradójicamente, perdonado
o aceptado por los triunfadores unitarios, muchos años después se ha lucido en
su puesto.
La
puerta se abre. Don Juan Manuel ve los ataúdes, ordenados en sus nichos: el
Padre, la Madre, la compañera Encarnación.
Todo
ha sucedido, pues, conforme a su deseo. Le parece bien que los huesos descansen
con los huesos y que el polvo de Adán retorne al polvo.
Pero
él, que no es sus huesos, quiere cruzar otra vez las aguas de la vida, escapar
de ese tiempo que ha logrado, modificar el espacio donde él es,
irremediablemente, un extranjero.
Quiere
encontrar el camino de retorno a la cama de Burgess Farm donde lo espera, no los
tardíos honores de un tiempo que no entiende, o los huesos trizados de los seres
antaño más queridos, sino el amor vivo y constante de otra mano humana.
Trata
de ordenar sus pensamientos, de prepararse para cuando le llegue la hora feliz
del despertar.
Hace
serios propósitos de enmienda: aceptará, por fin, la fragilidad de tener
ochenta y cuatro años; seguirá los consejos de Máximo y Manuela, ya no saldrá
más a cabalgar por su pequeño campo en los engañosos amaneceres, húmedos y
helados, del invierno que acaba.
Olvidará
que lo ha perdido todo: no sólo el poder sobre vidas, famas y haciendas, no ya
los cientos de miles de hectáreas de buena tierra pampa ni las cabezas de
ganado tan numerosas y tupidas que en los arreos no podía distinguirse una mota
de gramilla bajo esas patas que eran la misma llanura en movimiento. Olvidará, incluso,
que ha tenido que vender hasta las dos vacas que lo seguían en sus caminatas
por la granja, y la carta dolorosa en que dio cuenta de ese último despojo: Mi
muy querida hija Manuelita: Triste siento decirte que las vacas ya no están en
este Farm. Dios sabe lo que dispone, y el placer que sentía al verlas en el
field, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis
manos, y el enviar a ustedes la manteca. Las he
vendido
por veintisiete libras y si más hubiera esperado, menos me hubieran ofrecido...
Claudicará,
por fin.
Aceptará
el hospedaje que mil veces le ha propuesto
Manuela
en su casa de Londres.
Tolerará
a Máximo, que siempre ha ignorado sus desplantes a fuerza de admiración y de
paciencia.
Se
avendrá a la charla de sus nietos ingleses, que sólo por complacerlo le hablan
en el único español que han aprendido, con insoportable acento británico.
Vivirá
como un viejo más, junto a la estufa.
Todo,
con tal de volver a ese mundo real de carne y sangre, donde lo amen de nuevo.
Hace
un último esfuerzo por liberarse de la prisión del sueño, peor aún que la
prisión de su pensamiento.
Piensa
en el bosque de los alrededores de Southampton, donde abunda la
caza
y se oye el canto de las aves y se huele esa mezcla de humedad y resina y fecundas
hojas muertas que es la sangre de todos los bosques de la tierra. Pedirá que lo
lleven allí, siquiera por una tarde, cuando se reponga de la neumonía.
Aprieta
los puños y cierra los ojos de niebla y pone en su deseo toda la exasperada
voluntad que detenía los caballos en pleno galope, trabándoles las
patas
con boleadoras tan fuertes como palabras mágicas.
Pero
la puerta de la bóveda se cierra, después de una oración, y don Juan
Manuel
no ha podido moverse de su lugar aplanado y tranquilo sobre la tapa
de
roble.
Los
familiares y las autoridades se retiran porque la vida los aguarda con sus
dulzuras y trabajos.
Deja
de oírse ese coro confuso de la voz del pueblo, tan bello y tan temible como la
tormenta en la desolada llanura, mientras afuera va madurando, lenta e
inexorable, la luz del día.
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